Al amor opaco,
que profesabas,
y servías del canasto,
a los álamos de tu senda.
A ese amor que por grisáceo,
febril, terco y engreído;
que por mínimo que fue,
de terco y opaco teñido,
por vencido se dio como ves;
al paco, en el gris,
de tus pupilas sin vida,
y al espíritu, en gélido viento,
sin un cuerpo que lo reclame,
porque le ha perdido.
Al dolor clandestino,
que en diálogos te disfraza de maldiciente;
a ese finito, que al vicio atañe,
y en las venas funde somníferos,
como si te cantara para dormir,
con sutileza diurna,
cruel y mortífero.
¡No más digo!
Que si no se distrae,
que si vivo te toma,
por sorpresa o durmiendo,
bajo los laureles del domingo,
¡No más digo!
Que el corredor más digno,
no es el que llega a la meta,
sino, quien por vencido,
no se dio, y tomó cuenta,
de que a la vuelta,
podía seguir mirando un cielo,
sin ser parte de él.
¡Que no más te digo!
De que si eres terco,
y un día te vuelves opaco,
o sufriendo, te haces el engreído;
no más digo,
que te tomo la palabra,
el lamento que nunca salió,
de ti a la luz del sonido,
y sin más te digo,
que te perdono.