Dios te libre, lector, de prólogos largos
y malos epítetos.
Harto estamos en esta escueta viña del señor
de perpetrar graves dichos, y no menos requiebros
que nublan el seso al más fiel seguidor de letras.
Todo buen cristiano sabe, más si es viejo, que
en los largos mentideros que en Madrid a diario
se cuecen, se vanaglorian las hazañas de a diario
de los gerifaltes de palacio y se maldicen más
de lo debido las iniquidades y pergeños del que
cada día procura su pan y sustento.
Del ínclito y sobrado conocido marqués de Sesa
he requerido los más peregrinos tributos para
granjearme el sustento, pero nunca he hocicado
en bajar la cerviz por tocar sucio metal y honras
de dudoso cuño, pues debo conservar como en
fragua el obrado prestigio que a hoz y coz he ganado.
Voy a ser digno de mi mismo y ser de mi muestra
un botón, y mostrar con mi ejemplo la senda de la virtud,
por eso quiero adentrarme, no sin preámbulo sin cuento,
en la vida del más insigne sultán de malhechores
que haya conocido los estos contornos madrileños.
Me cuentan cuando visito las márgenes del Manzanares
que una rozagante moza, una tal Elvira de Sonsalbes,
prentende conocimiento mío; le llegaron a sus oídos
por conductos si acaso perversos las crónicas de mis
malandanzas y traiciones por el cortijo que llaman
del Cuarto y sus meroderos, y le han mencionados
en lo menudo lo ingenioso de mis escritos y decires.
Yo estoy por trabar la hebra con esta moza y dar
probanza cierta de sus lozanías, pero estoy casado
y las lenguas me sajarían por viperinas.
Deseo por más en el mundo romper los lazos que
me atan como a cristo a la cruz a este matrimonio
mal avenido y aderezado, pero mi reputación es mi pan,
y es mi sal, y no obro por malgastar mi certero patrimonio.
Mañana, si tengo audiencia en el Mentidero de las Calzas
proseguiré la cuenta de estas cuitas que bien me ocupan.
Vale.