Se apaga la llama, lentamente,
como de árbol seco cae la hoja,
como torpe llega otro noviembre,
y a la arena a morir llega una ola.
Lenta, como el sol cuando amanece,
que cambia la noche por aurora,
y es la luna, ahora, la que duerme
en el cielo inmenso que es su alcoba.
Como por el cristal transparente
la lluvia desliza finas gotas,
o como aquellos copos de nieve
que en manto blanco ahora reposan.
Despacio, como el rito solemne
de las campanas que ‘a muerto’ tocan,
en ese tañer triste y doliente
del acero que tiembla y que llora.
Así huye el amor todas las veces,
cuando ya no hay besos en su boca,
o se va borrando de la mente
su imagen antaño cegadora.
Y siempre es así como sucede,
se esfuma el sonido de las notas,
al ritmo de los suspiros breves
o al de las miradas melancólicas.
Se acabaron las ganas de verte,
por fin enterradas en la fosa
del recuerdo dañino que muere
y queda olvidado entre las sombras.
La herida mortal es solo leve,
y queda el dolor conmigo a solas
porque no lo llevan como a Bécquer,
entre la espuma envuelto, las olas.