Argento

La entropía y el mar

Llegué hasta acá corriendo, bajé las escaleras derruidas por la sal que viaja en el viento y hundí las zapatillas en la arena semi húmeda mientras miraba la belleza íntima de esta pequeña playa.
A mi izquierda el acantilado, cubierto por enredaderas casi hasta abajo, donde comienzan las grutas, huecos enormes que cavaron las olas durante miles, o quizás millones, de años.
Caminé unos pasos hasta una gran piedra colocada por la mano del hombre en el medio de la arena, tallada en forma de tortuga marina, pero que el mar se encargó de empezar a borrar, recordando esa ley, la de entropía. Según esa ley, no importa el esfuerzo que hagamos para construir algo, para poner un poco de orden, porque indefectiblemente el universo se mueve hacia el caos. Y aunque la escollera que da al norte se oponga obstinada, sus restos quebrados de lo que alguna vez fue un todo homogéneo son una verificación de lo que digo.
Pero en este momento, ahora, el pequeño universo que me rodea parece estar en armonía. El cielo comienza en el horizonte con tonos lila, luego se pone celeste, luego del blanco pasa al amarillo y de éste al anaranjado, para convertirse en violeta oscuro y finalmente en un azul oscuro, donde apenas se  adivina el sol, porque hacia el noreste aparece una zona un poco más clara que el resto.
Cuando me siento sobre la tortuga de piedra, las olas me traen la espuma casi hasta los pies. Así de pequeña es esta playa momentos antes de la pleamar.
Cierro los ojos, escucho un poco más el sonido del mar, el ruido de alguna gaviota, pienso, dejo de pensar, siento la brisa del mar en la cara, me despido, abro los ojos, camino, me acerco al acantilado, toco la enredadera salvaje en su parte más baja y guardo todo el recuerdo que juntaron mis sentidos.
No sé si algún día volveré a este lugar, pero sé que aunque vuelva, ni él ni yo seremos los mismos.
Subo los peldaños gastados y comienzo a correr desandando el camino.