Deja que el viento reine
Todos los días, temprano, te subes a este columpio.
Cuando cumplen las siete de la mañana salta un resorte
de las mismas entrañas de tu obligación.
Te levantas derecha al cuarto de baño, haces tus aguas
y desayunas todo lo rápido que permite tu estómago.
Te vistes, al ritmo que marca la angustia, y sales ululando
downstairs hasta exigir a tu coche que se abra de puertas.
Cada día, rayando el alba, te subes a este columpio.
Un columpio que se hamaca sobre las columnas
de dos árboles contiguos, de recío y añoso abolengo;
te balanceas enfundada en tu traje de los domingos
de gasa y seda hasta tocar el cielo del bosque; alguien
—a tu espalda y a traición— te impulsa hasta la risa,
y tu futuro amor —que no soy yo— se esconde a tu impulso,
se agacha al impacto de tu zapato de cristal, que vuela tal
ave del paraíso; los ángeles como notarios embrujados
ante la magia de lo etéreo certifican cual fueran cancerberos.
Vuelves de la prisa, miras el cuadro que pende desde
la memoria de los tiempos en el muro de tu salón, miras
cada poro de lienzo para sentirte dentro, en la escena,
protagonista de un escape, de un sueño dentro del fragor
de la atmósfera que se cierne día a día, que paga tu salón,
tu cocina, tu baño, tu cama, tu tranquilidad de un segundo,
tu olvido instantáneo pero eterno...
Suena el despertador, se acabó la ensoñación, te bajas
del columpio y los ángeles salen volando, el columpio
se cae de sus columnas y tu príncipe azul destiñe.
Te asomas a la ventana, respiras el aire que te falta...