Alberto Escobar

Jasón sin argonautas.

 

Cuídate de los hombres calzados
con una sola sandalia.
Pondrán en peligro tu trono.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Me dicen —y así lo creo— ser niño de una sola sandalia.
De pequeño —así rezan las crónicas— perdí la del pie
siniestro cuando ayudaba a una vieja a cruzar la calle,
iba hacia su casa con un vasito transparente de vino
—de forma cilíndrica recuerdo— y por mera diversión
le metimos una especie de paja de goma que hallamos
en el suelo —que debió de salir de un taller aledaño—.
Pues sí, desde pequeño me lo dicen, aunque si me paro
a pensar pienso que debe de ser por mi peculiar manera
de expresarme, tanto de palabra como de hechos.
Siempre he sido extraño, eso sí. Por las calles me llamaban
loco porque inventaba palabras raras, con sonidos no para
oídos adocenados como eran los que me rodeaban.
Me gustaba jugar con la fonética y la semántica, tirar
petardos en los bares cuando la concurrencia vivía el sumun
de la vacancia, con sus cervezas y sus tapas rebosantes
de mahonesa y lujuria.
Sí, es verdad, perdí la sandalia con solo nacer.
Me reían las gracias por la cara vista y por la oculta
me obscurecían muecas de desprecio, por lo loco.
Ponía motes al vecindario de lo más original e inaudito.
A mi madre me salió llamarle \"Pozota\", si me preguntáis
por qué diría mi completo desconocimiento, me salió así.
Así que aquí estoy, vago vagando el tiempo nadando
en la misma locura y heredando los motes que tuvieron
más raigambre en mi paisaje emocional —hoy también
llamo pozota a mi hija de doce, sin olvidarme del que le puse
a un compañero de clase de tercero de primaria, al ver en el
suelo un envase tirado de arroz de la marca Lerén —le puse
por tanto Lerele y así se le quedó en la vecindad—.
Ya otro día, con más tiempo y ganas, sigo desnudándome para
la videncia de este bendito sitio.