Aquella tarde todo era diferente.
Las brisa suave y fresca a pesar del crudo verano.
Un perfume peculiar fluctuaba en el ambiente, mezcla de musgo, azahar, rosas silvestres, frutas del bosque y resina.
El sol acariciaba todo a su paso, suave, sin agresión alguna resaltando los variopintos colores de la naturaleza.
El cielo de un celeste puro, no había nube alguna que impidiera contemplarlo en toda su plenitud.
El riachuelo entonaba su canto delicado, relajante. Me detuve y lo escuché con detenimiento cerrando mis ojos, suave melodía de un pasado remoto, infinito, etéreo.
Impresionante los varios tonos de verdes que se podían apreciar; los más tenues me hablaban de dulzura, ternura, delicadeza, los más intensos de fuerza, vigor, fortaleza.
Me descalcé para sentir en plenitud la textura de la hierva, su humedad vigorizante.
Mi mirada se perdía al horizonte, me dejé llevar por el momento, por los sentimientos que me embargaban.
Una delicada soledad besaba mi alma. Solo quería estar en silencio, contemplar cada detalle que me rodeaba, agudizar mis sentidos y fluir.
Me vino en mente las palabras del salmista y las pronuncié:
“Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas que superan mi capacidad;
sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre.
Espere Israel en el Señor ahora y por siempre” (Sal 130).
Esperar, confiar…….
Una sola palabra resumía aquel encuentro conmigo mismo, con el Otro, con la creación: ¡GRACIAS!