Una viejecita
de piel arrugada,
caminando a paso lento,
apoyada en su garrota
y su mirada hacia el cielo,
va cada día
desde su casa al cementerio
que hay en su pueblo.
Haga frio o mucho calor,
todos los días del año
va a visitar a su amor.
Lleva prendido en su alma,
mucho, mucho dolor,
porque se ha muerto
aquel a quien más quería,
y al que tanto adoró,
su marido, su compañero y su amigo
que era su vida y su amor.
Lleva escondido en su bolso
una rosa y otra flor
que deposita en la tumba
de aquél que un día se marchó.
Y como si de una ceremonia se tratara,
encima de la tumba
pone de la Virgen una estampa,
y enciende una vela,
porque recuerda que su maestra le decía
cuando ella era pequeña,
que las almas de los difuntos,
al ver las luces de las velas,
vienen volando hacia ellas.
Apoyada en su garrota
le reza a su marido una oración,
y le dice que le espere en el cielo
porque ella presiente que muy pronto
se irá también a ver a Dios.
La vela se va consumiendo
como el alma de la anciana,
que de tanto llorar
ya no le quedan lágrimas.
Mientras la viejecita rezaba
y rezaba cientos de rosarios,
una bandada de vencejos
pasan volando y chillando.
Y en lo alto del campanario
de aquel camposanto,
una vieja alondra
canta su canto acostumbrado.
Muy pronto se hizo la noche,
y qué pronto murió también la tarde,
la viejecita se quedó muy sola
con una vela que ya no arde.
Antes de abandonar el cementerio
la ancianita le manda un beso a su amor
y le dice: ven a verme
no me dejes sola, por favor…
La ancianita se marchó en silencio,
siempre a paso lento,
con su garrota en la mano
y su mirada hacia el cielo,
y va dejando atrás
el cementerio de su pueblo.
Todavía brotaron de sus ojos
dos únicas lágrimas,
las últimas de esa tarde…
Era tanto su dolor
que solo las pudo ver Dios,
que es quien se había llevado con El
a su único y verdadero amor…
Yo estoy seguro
que él viene a verla cada día
para hacerla compañía
aunque ella no lo perciba…
es así lo que pasa en esta vida…
JOSE LOPEZ MATEOS