Alberto Escobar

Violetas

 

¡Leoncitos a mí!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El miedo llama al miedo.
De todos es sabido que si un perro te pasa por el lado
y te lee el miedo se acercará a conocer su causa,
no es que quiera hacer leña de un árbol que está
por caerse sino que la curiosidad no es patrimonio
exclusivo del ser humano —de este discutible aserto
se sigue que si aparentas no inmutarte, si la apariencia
fuese pertinente en su caso, el perro seguirá su curso,
ignorante del secreto bien ocultado —repito, en su caso—.
Esta introdución viene a colación del exergo que frontispicia
este escrito: ¡Leoncitos a mí! —huelga, entiendo, la mención
de su procedencia.
Para congraciarme con la mayoritaria masa de este sitio
voy a aplicar lo susodicho a un tema de carne, amoroso.
¡Ahí va!
Apareciste magnífica, tu melena leonada,
tu vestido rozagante barriendo la indiferencia,
tus zapatos de punta fina Emidio Tuchi de charol
ardiente, resplandeciente, deslumbrando al curioso.
Me miraste, te miré —no recuerdo si ese fue el orden
correcto— y una extraña energía me llevó a tus aledaños.
Me preguntaste los años y te contesté quinientos,
ayer mismo los cumplí, esperando este momento.
A tus palabras interpelando, mis cimientos tambaleantes
se postraron a los elementos, la gravedad nunca tan grave.
Te pregunté en qué trabajas y me contestaste que estabas
estudiando leyes, por lo visto, igual que yo, dije mintiendo.
Siempre acabo lamentando que el instinto salga
a mi rescate diciendo lo que no es cierto, no estudié leyes,
fueron las económicas las ciencias que me entretuvieron
un diluvio de siete años, fue sin querer, no me gusta mentir.
Le invité una copa —no era cierto porque no la pagué—
y ella me invitó a sentarme cerca, para que oliera sus violetas.
Aquí me paro, ya continuaré cuando me venga en gana, porque
ya he escrito bastante, el jueves publico otra tontería para
que no me echéis de menos.