Al abrigo del muro de la iglesia,
su arista más oscura
ocultaba a la ninfa más hermosa
y a un hombre sin fortuna.
Aun recuerdo, escondernos con las sombras,
huyendo de las luces y la luna,
entre los poderosos botareles
ocultos en penumbras.
Hago memoria eterna del momento
en que ella se privó de su armadura
y pude contemplar
el débil resplandor de su figura.
Y refresco, apagándose en sordina,
los sones de la música,
el eco del melódico murmullo
que, festivo, invitaba a la aventura.
Evoco la tibieza de su piel,
mis labios hospedándose en su nuca,
la pálida blancura de sus senos,
la leve delgadez de su cintura.
Retengo en mi pupila sus contornos,
la blanda comisura
de unos labios borrachos del amargo
licor de la dulzura.
Repaso la escultura de su cuerpo,
cariátide y columna,
de mármol gélido y perfecta línea,
explícita y desnuda.
Revivo en mi cerebro sus gemidos,
su mirada profunda,
del céfiro nocturno los primeros,
del azul transparente la segunda.
Imposible que borre la cabeza,
el tacto humedecido de su vulva,
su abandono al deseo,
la febril desazón de la lujuria.