Veo cuan pienso.
Mi ojo es solo una excusa.
Te veo villana con harapos mugrientos,
ayer te vi reina, no sé qué pienso de ti.
Hoy, mirándote a esta foto, me choca
verte como te vi, una flor roja amapola
entre cardos borriqueros.
Al atardecer, cuando acuden las preguntas
al tintero umbrío del escritorio, me cuestiono
hasta las pestañas que me salvan del polvo.
¿Cómo pude ver lo que ví entonces, qué
pensaba de ti en esas postrimerías
de la inocencia?
Aunque ahora te vea más real —eso pienso—
sigo apreciando la calidad de esa luz
que siempre destelló de tus pupilas,
esa energía enhiesta y agridulce
que explicaba el azogue de tu piedra
filosofal, esa lluvia cósmica
que se pronunciaba desde el pliegue
de esa mueca —a modo de risa—,
ese surco que se perdía en el lóbulo
de tus labios y desembocaba en un lago
interior, sin salida al mar.
Esta foto que sostengo en la mano derecha
—en este preciso instante— es el epítome
de ese día, ese que estuvimos de piraguas
en el río Huéznar, las sonrisas a un viento
que auguró grandes futuras tardes y desayunos.
Éramos felices, la felicidad está en la espera.
Esperábamos la miel que se derramaba
de lo alto del cerro, ese que encajonaba el río...
Te veo villana, fregando los suelos de carbón
de la madrastra, de una cenicienta que solo
aspiró a quedarse cinco minutos más, nada más,
pero que se disolvió en las calabazas que el tiempo
le esgrimió como merecida primicia.
Te veo villana, pero ya no tanto...