Entre mis aristas invisibles,
me escondo en el trauma,
imposibilitando el diálogo,
reprimiendo todo puente.
Quisiera extenderte la mano
y decirte que te quiero,
pero solo veo en tí
el reflejo de mi propio desprecio.
Te impongo una lucidez
que yo deseo,
una semblanza que me falta,
una perseverancia inalcanzable.
Te decoro con oro
y penachos de plata
para luego lanzarte a la hoguera
de mis juicios y frustraciones,
sonriendo al ver los metales
absorber tu forma en dolor,
absolviendo el mío allí mismo.