Fátima Aranda

Alondras

Ya se me ha llenado la cabeza de pájaros

de nuevo, y de brisa en la cara,

y de espuma y olas que vienen

a morir en la arena desgranada

para retirarse, rendidas,

al unísono de un océano que ruge

y salpica bañando sus alas.

Ya revolotean bailando esa danza

de trino ensordecedor

que cubre el ruido azul, funesto,

descarnado que percute el yunque

a golpe de martillos impíos.

Tan, tan, tan. Ya no se oye.

Lo esquivo desviando la mirada

hacia el lado melódico,

cadencioso, terriblemente cómplice

en la ocultación, del aleteo.

Recorriendo de memoria ese trayecto,

se me vuelve a parar la vista

en ese punto hipnótico que, segundos,

minutos, existencias infinitas después,

sigue ahí, quieto, inamovible, invisible

y vacío, lleno tan sólo

por el pensamiento ausente de la nada

que lo ocupa, lo recorre, lo invade

y lo gobierna para quedar varado

en ese dique angosto y obscuro

que trae a puerto el desvelo cruel

y abrupto del regreso insoportable

a la conciencia. Ya no hay agua,

sólo tierra, y el salitre que la vuelve

árida al arrugarse,

ensimismada, la marea.

Luz De Gas