Ya se me ha llenado la cabeza de pájaros
de nuevo, y de brisa en la cara,
y de espuma y olas que vienen
a morir en la arena desgranada
para retirarse, rendidas,
al unísono de un océano que ruge
y salpica bañando sus alas.
Ya revolotean bailando esa danza
de trino ensordecedor
que cubre el ruido azul, funesto,
descarnado que percute el yunque
a golpe de martillos impíos.
Tan, tan, tan. Ya no se oye.
Lo esquivo desviando la mirada
hacia el lado melódico,
cadencioso, terriblemente cómplice
en la ocultación, del aleteo.
Recorriendo de memoria ese trayecto,
se me vuelve a parar la vista
en ese punto hipnótico que, segundos,
minutos, existencias infinitas después,
sigue ahí, quieto, inamovible, invisible
y vacío, lleno tan sólo
por el pensamiento ausente de la nada
que lo ocupa, lo recorre, lo invade
y lo gobierna para quedar varado
en ese dique angosto y obscuro
que trae a puerto el desvelo cruel
y abrupto del regreso insoportable
a la conciencia. Ya no hay agua,
sólo tierra, y el salitre que la vuelve
árida al arrugarse,
ensimismada, la marea.
Luz De Gas