EL DURMIENTE.
Había decidido dormir para siempre, y mientras transcurrían pausadas las estaciones pequeños pájaros innombrados anidaron en mi cabeza; sobre mi pecho desnudo creció la hierba fuerte bajo el sol, y en el estanque de mi ombligo diminutas ranas croaban tranquilas esperando a los insectos del verano. Mis libros se cubrieron de polvo sin nadie que ojeara sus delicados caracteres; en mis zapatos vacíos dos ratones se enzarzaron en una disputa sobre la calidad del queso pero huyeron cuando el gato tuerto les amenazó con sus zarpas, pues vivir es mejor que ganar.
Así dormía, y entretanto el mundo giró como acostumbra: giró una y otra vez contra el fondo de las estrellas fijas, bailando su gravitatoria danza con los planetas a través de la interminable noche del vacío. Y muy abajo, continué durmiendo, ignorante de las guerras que se libran cada día, indiferente a nacimientos, accidentes y discursos, sin conocer el cambio de los tiempos: presidentes autonombrados en naciones impensables, economías al borde del abismo, heroísmos anónimos, bandidos enmascarados de servidores públicos, lo de siempre; tragedias públicas y privadas, gestos plenos de significados ocultos, parejas que se besan en los parques y gritan de alegría con sus manos fuertemente apretadas en las montañas rusas de todos los parques de todas las tierras.
Y yo seguí durmiendo.
Seguí durmiendo, sumido en la plenitud de la inconsciencia, sin conocer nada que no fuese ese dormir carente de pensamiento, a salvo de mí mismo en mi coraza de sueño; y al llegar el invierno yací bajo la nieve que mi piel sentía cálida como plata fundida: protegido, seguro, inmune a realidades y fantasías, sin decisiones de las que arrepentirme, sin miedo, sin dolor y sin anhelos.
Un día la nieve crujió bajo sus pasos. No llegaba a lomos de un caballo blanco ni calzaba espuelas de oro; su ropaje era sencillo, y su aliento se condensaba en el aire que me rodeaba trazando indescifrables diseños. Se detuvo ante mi cuerpo nevado, y con sus manos sin guantes apartó suavemente el manto que me cubría, hasta exponerme desnudo a su mirada bajo la inmisericorde luz de los días.
Me observó y sonrió. Acercó sus labios a mi oído, y el aire de la mañana susurró con la palabra dicha; una sola palabra.
Y entonces…
… entonces desperté.
@JG