Dijo el bueno de Plinio Junior
que un libro —por malo que fuera—
siempre guarda algo bueno.
Él es su palabra,
tú también, yo...
La palabra se posa en la tierra
de nuestra entraña cual semilla,
se espera el reposo conveniente,
se la moja y brota, fragancia
desprende cual olor a santidad.
Cuide él, cuida tú, cuido yo
de mis palabras porque ellas
deslindan los poderes de mi mente,
soy, es, eres, lo que tus palabras alcanzan.
El libro, un libro, ese libro, es un tesoro
de ellas, ponlo, pongo, que lo ponga
a buen recaudo sobre una estantería
de caoba, sin polvo que mancille sus tildes.
Un libro es un pedazo de cielo hecho carne,
pues encarna cual espejo la cierne
del sentimiento tuyo, mío, de él, de ella...
Un libro será una prolongación de tu sentir
en tanto refleje algún episodio íntimo,
en tanto sus palabras rezumen el pegamento
necesario para que tus dedos caígan presa
de sus pronunciamientos, de sus historias,
del color y el sabor que principian sus sonidos.
Él es su palabra, tu palabra, la mía, la nuestra.
El grosor semántico de la palabra que enarbola
un pensamiento —y así todas unidas
en enjambre—dice del espesor del reino
que pueblan tus estrellas, de la capacidad
de tu contar, de su contar, de nuestro...
Por eso se entiende que la palabra empleada
es la neurona que se advierte, siendo su aceite,
su bálsamo y meliflua ambrosía.
Cuida tu palabra, su palabra, mi palabra, nuestra...,
que si así es ella cuidará de ti, mí, de él, de ...