Llegaste a mi vida un día rebosante de luz y esplendor,
reposando en mis brazos de hermana mayor,
tu cuerpo tan frágil y lleno de candor
cautivó mis sentidos y fue muy divertido descubrir que eras un varón.
Tu piel tan delicada y blanca me impresionó,
me parecías un muñequito de porcelana
¡cómo mi sueño de niña te imaginó!.
Tus mejillas coloraditas y tu cabello abundante
me hacían sentir que tenía delante el bebé más hermoso
que me haya imaginado antes.
Recuerdo un día de niña traviesa,
te monté en una hamaca y te mecí con tal fuerza
que tu pequeño cuerpo salió volando
y cayó en un colchón, que parecía, te estaba esperando.
Cuando llegaba de la calle toda acalorada
—creyendo en mi inocencia que tú te sentías igual—
te quitaba toda tu ropita y te dejaba desnudo,
causando a nuestra madre un tremendo disgusto
y ¡corra mija, si puede! que viene una pela segura.
Son muchos los recuerdos donde, con mis travesuras de niña,
olvidaba que eras un bebé frágil y delicado
y te trataba como el muñeco que siempre había deseado.
Pero llegó el momento por mí jamás esperado
cuando mamá enfermó y te dejó a mi cuidado,
con tan solo quince días te recibí en mis brazos
y me sentía como madre, ¡mi momento esperado!
Eras tan pequeño y eso me asustó tanto
que corrí a casa de una vecina para pedirle ayuda,
pero ella me dijo: “Esa es tu responsabilidad
y eres lo bastante grande para afrontar la realidad”
fue allí donde comprendí que tenía que ser fuerte
y que debía proteger con todas mis fuerzas a aquel ser
que me había confiado mi madre cuando creyó que le llegaba la muerte.
Con tan solo ocho años mi inocencia era tal que no me quería dormir
pensando que en un descuido dejaras de respirar,
pensando… que te me podías morir.
Fue muy duro para mí tenerte a mi cuidado,
vigilándote de noche, manteniéndote aseado,
que al alimentarte no me resultaras ahogado,
fueron esos días, los que más me enseñaron.
Tu ternura me inspiró para mantenerme firme
y seguir adelante para que tú vivieras, y así,
entregar mis cuentas a nuestra madre.
Pasaron los años, fuimos creciendo
y siempre traías a mis recuerdos aquellos días,
me decías que yo era tu segunda madre,
—para ti y para mí eso era cierto—
y todo por cuidarte en esos apremiantes momentos
Con tu sonrisa los dolores y sufrimientos se alejaban
dando paso a la alegría de tenerte,
ver —a través de tu inocente rostro—
que existía la oportunidad de ser felices por siempre.
Hoy, nos han alcanzado los años y vemos nuestras vidas realizadas
con hijos y nietos y una salud envidiada
viudos los dos, pero llenos de satisfacción
por las experiencias vividas, por las metas logradas,
y aún, en este tiempo, ya con nuestra piel arrugada
La llama de amor de hermanos jamás se apaga
ni por las corrientes del dolor, ni por la separación no deseada
ni cuando un día postrero Dios nos haga la llamada.
Siempre has sido mi gran orgullo de hermano menor
y solo espero que tu corazón se incline al de tu creador,
para que así tu nombre jamás sea borrado
y puedas disfrutar a mi lado en su hermosa mansión.