He ahí la vil conjura,
donde goza el más impío
y ante el cuervo sombrío
se debate la locura.
He ahí el oscuro trino,
elevándose notable,
grande, frío, inefable,
a sus rodillas el laurino.
He ahí el ojo ceniciento,
de recuerdos incendiarios,
donde abundan los falsarios
de reinado truculento.
He ahí la carcajada
y el gesto tan abyecto,
que al alma desgarrada
defiende el circunspecto.
He ahí el gran converso,
agitando su melena,
sin saber que su condena
es el llanto de lo adverso.
He ahí la falsa arcana,
cuya lengua no domina
y con saña de lobina
se retuerce la profana.
He ahí el rufián que abisma
la cantata más obscena
donde ciñe la cadena
el que ruge sin carisma.
He ahí la más fingida,
de aullido infinito
que enmascara su delito
y su impulso genocida.
He ahí el eterno acero,
sobornando su victoria,
corrompiendo la memoria
bajo el signo del artero.
He ahí el eterno fuego,
que al noble pueblo aterra
y en sus labios todo encierra:
moribundo es nuestro ruego.