Lourdes Aguilar

CRÓNICAS EN EL RÍO DE LAS ESMERALDAS II

Era yo un guiñapo aventado de aquí para allá, entre remolino y remolino, parecía que la corriente se divertía a mis expensas y yo no podía más que tratar de mantenerme a flote, entre zambullida y zambullida pude darme cuenta de que los peces se habían esfumado y que el fondo parecía mucho más verde de lo que se apreciaba desde la superficie, como si la misma corriente estuviera desprendiendo las algas de las piedras, pero en ésos momentos no estaba en condiciones de contemplar el lavado de las piedras, estaba cansado de bracear y comencé a ahogarme, entonces, igual que como empezó, la corriente se fue tranquilizando y yo, exhausto pude alcanzar la orilla, el anciano me ayudó a salir y me tendí sobre la hierba, estaba vencido y comencé a llorar de impotencia, el anciano se sentó junto a mí y comenzó a hablar mirando la ahora tranquila corriente del río:

-Eres buena persona pero te desesperas fácilmente, como has podido comprobar no saldrás a menos que logres convencer al río de que llegaste por un mero accidente y no intentarás llevarte nada ni traerás a nadie.

-¿De qué me está hablando? ¿cómo puedo yo convencer a un río de que mi único deseo es regresar a casa?

-Háblale como si fuera una persona, preséntate, entra en sus aguas pero con respeto, una vez adentro siéntelo, debes repetir diario esa rutina hasta que te de una señal para partir; tómate tu tiempo, ya sabes el camino de regreso, vuelve antes del anochecer al pueblo para la cena, te estaremos esperando.

Me quedé solo, mirando estúpidamente el río, todavía sin entender lo que debía hacer, estaba tentado a tomar otra balsa e intentar de nuevo el escape, sin embargo el miedo era más fuerte, su traicionera tranquilidad me desarmaba, ésta vez no había nadie cerca para ayudarme, había sol todavía, pero los árboles lo ocultaban, el rumor del viento en el follaje, el suave correr de agua, la reverberación de la luz en la superficie, el brillo de las piedras en la orilla, los vivos colores de las flores, todo lo miraba a la vez con temor y deleite, me levanté y comencé a caminar por la orilla para ver hacia dónde llegaba, caminé mucho, es lo único que recuerdo, cuando sentía hambre buscaba entre los arbustos y siempre encontraba algún fruto comestible para engañar mi estómago, me detenía para sentarme y descansar un rato y continuaba; era extraño, si alguno de ellos era venenoso ya no me importaba, pero no fue así, o tal vez sí, porque por más que caminaba el paisaje no variaba, pero mi mayor sorpresa fue cuando me di cuenta de que el sol comenzaba a ocultarse y yo llegaba al mismo senderode donde había salido al río, si, definitivamente era el mismo porque ahí estaban las balsas en la orilla y en ningún otro tramo del camino había más, nuevamente me creí presa de alucinaciones, pero dado que pronto estaría oscuro no me quedaba otro remedio que regresar al pueblo.

 Al llegar nadie se acercó curioso a preguntarme cómo me había ido, a nadie parecía importarle siquiera mi presencia y en esos momentos se los agradecí pues no estaba de humor para interrogatorios, ya sólo quedaba un débil resplandor pero como siempre no había ninguna luz, me parecía tan extraño que no la necesitaran aunque fuera por unas horas, llegué al gran comedor, donde ya estaban reunidos los vecinos, busqué con mi vista al anciano, tal parecía que me había estado esperando porque había un lugar libre junto a él e incluso con mi cena y una vara encendida a manera de vela, me acerqué entonces y tomé mi primer taco, ésta vez tenía un sabor diferente, papa tal vez y el anciano me dijo que ahora había preparado una raíz, tenía tanta hambre que hubiera comido cualquier cosa, comí y bebí en silencio y mientras lo hacía miraba las sombras junto a mí, la flama que se movía oscilante iluminando sus rostros, rostros plácidos cambiando de tonalidades según el movimiento de la flama, rostros que de repente se homologaban, arrugas que se desvanecían, rostros agrandándose o empequeñeciéndose, diferentes a la luz diurna iguales en las sombras, risas de niños, miradas cruzándose distraídamente con la mía, no parecía haber peligro, pero no estaba a gusto, quería preguntar tantas cosas pero temía las respuestas, hasta que por fin me dirigí al anciano y le pregunté:

-Me estoy volviendo loco, señor, llevo aquí un día y no sé ni su nombre, no sé en qué idioma o dialecto se comunican, mi moto ya no sirve, y casi me ahogo en el río, a nadie parezco importarle, hábleme claro, ¿quiénes son ustedes? ¿por qué no me ayudan a salir de aquí?¿acaso no tienen ningún contacto con la ciudad?¿realmente no usan objetos de metal?...

Ante la avalancha de preguntas, el anciano sólo me miraba compasivamente y como me empezaba a alterar nuevamente me hizo una seña con la mano para que me callara.

-Nadie te va hacer daño, simplemente no necesitamos nada de la ciudad, ni el metal ni alumbrarnos artificialmente, ya te dije cómo salir de aquí, sólo debes tener paciencia, cuando logres comprender al río se aclararán todas tus dudas, no es algo que alguien te pueda decir, eso lo tienes que experimentar, yo sé que nosotros y nuestra forma de vida te parecen raros, no trates de entenderlo, es así; tampoco es que no te querramos ayudar, nadie se te acerca ni platica contigo porque tú te resistes, desconfías, haces preguntas y nuestras respuestas no te satisfacen, todo lo quieres acoplar según los razonamientos con los cuales creciste y te frustras. Mañana, cuando regreses al río escúchalo y obsérvalo con la mente en blanco, tal vez cuando regreses al pueblo empieces a vernos diferentes.

No había más que decir, tan sólo pude murmurar una débil disculpa, el anciano me preguntó qué había hecho cuando me dejó, le hablé de mi caminata por el río, de la sorpresa que me llevé al verme nuevamente en el sitio de partida a pesar de haber caminado tanto, de los frutos consumidos durante el trayecto, quise saber cómo se las arreglaban para vestirse, si había escuelas, talleres o artesanos, él respondió que efectivamente sus talleres y sus escuelas estaban diseminadas por todo el pueblo así como el comedor, de eso no me podía percatar a simple vista porque la vegetación cubría esas instalaciones, pero si lo deseaba tendría el gusto de mostrármelas, como me había mencionado anteriormente no usaban el metal a pesar de que lo conocían, su ritmo de vida era tranquilo por lo cual no necesitaban producir en serie, sus herramientas eran de madera, piedra y huesos, no tenían cementerios, cuando alguien iba a fallecer simplemente hacían un hueco en la tierra, donde el difunto escogiera y ahí se acostaba un día completo mientras los demás lo despedían, ya fuera cantando, bailando o simplemente conversando y al otro día cubrían la tumba, cuando alguien nacía también recibía la visita de todos los vecinos, le hablan, cantaban y también bailaban para darle la bienvenida. Toda esa plática, sumada a mi cansancio por la caminata y mi hambre aplacada comenzaron a adormecerme, el anciano, al darse cuenta se levantó y me llevó nuevamente a su choza y yo una vez acomodado en la estera me quedé profundamente dormido.

Oscuridad y nuevamente la sensación de humedad, musgo y hongos cubriendo paredes, techos, suelos, caminos, todo el pueblo cubierto con una gruesa capa verde, sin una sola alma en pie, la única claridad provenía de las estrellas, ninguna antorcha, ni el fuego de la cocina, un pueblo moviéndose como sombras al anochecer, siluetas hablando un lenguaje desconocido y desvaneciéndose al acostarse, pueblo fantasma apto para una película de terror y sin embargo con paisajes tan bellos, tan tranquilo, de gente amable y alegre, era una contradicción, algo fuera de mi comprensión y control.

Esa noche y las siguientes fueron siempre iguales: sombras moviéndose, hablando, luego murmurando y por último acostándose para dormir en una misma respiración acompasada, seguidamente el musgo y los hongos cubriendo todo, humedad cargada de rocío, pueblo yaciendo plácido bajo una alfombra verde que solamente desaparecía lentamente con los primeros rayos del sol, hasta los animales nocturnos, si los había parecían dormir y despertar con el pueblo, el río a lo lejos dejaba oír su rumor de aguas cristalinas, en vigilia y una u otra, dependiendo de la claridad de la luna ocurría el milagro de los destellos verdosos tornándose tan claros como el aguamarina, con un resplandor tan hermoso que parecían haber bajado los mismos ángeles a pasearse por el pueblo y cantarles canciones de cuna a los habitantes, sólo una madre o un par de enamorados son capaces de tanta dulzura, ésas noches eran muy especiales y supe por qué mucho tiempo después.

Mi rutina empezaba cuando despertaba, como siempre con el sol ya en alto, desayunaba sin ganas, pasaba junto a los despojos de mi moto, caminaba hacia el sendero en silencio, mirando distraídamente la monótona alegría de los niños al jugar, de las mujeres, de los hombres y de los ancianos en sus tareas, ignorándome cordialmente, al principio no me interesaba visitar las instalaciones que tan generosamente se ofreció mostrarme el anciano, me dirigía directamente al río y permanecía en sus márgenes sintiéndome la persona más estúpida y desdichada del país, mis ojos observaban su corriente, sus piedras lisas, perfectamente acomodadas, las flores que lo adornaban, los árboles que lo flanqueaban como gigantes centinelas evitando cualquier intento de huida, veía sin mirar mientras mi mente vagaba en recuerdos perdidos, mi vida llena de trabajos y ésos días maravillosos de asuetos cortados intempestivamente por un impulso aventurero, la familia a la cual nunca estuve apegado, las contadas amistades que desfilaron en mi existencia, ilusiones de prosperidad desvanecidas, mi vida, en fin, común y corriente; cómo envidié a la gente del pueblo, tan feliz sin aspiraciones, sin depender de lo que cualquiera consideraría avances tecnológicos, tan rudimentarios, ¿no conocían el aburrimiento? Al menos esa impresión me daban, en cambio yo, mirando un río al que supuestamente debía presentarme para que me permitiera salir… era ridículo, simplemente ridículo, respiré hondo, comencé a balbucear oraciones, luego empecé un monólogo acerca de mi vida, mi nombre, mis datos personales, mi desafortunado varamiento, mis deseos de volver a casa aunque nadie allí me esperara ansioso, no se me ocurrió nada más y eso poco lo repetí varias veces, ese primer día regresé al pueblo sin ningún sentimiento nuevo, el guisado había cambiado, ahora me dieron cierta hierba parecida a la verdolaga debidamente aderezada; estaba desanimado pero ya sabía que de nada me serviría protestar, el anciano siguió contándome del pueblo, diciendo que no siempre fe como ahora lo veía sino como yo consideraría “normal”, en ese entonces sí estaba comunicado con otros pueblos, no había río, la gente iba y venía a voluntad, los vecinos no eran tan unidos, a veces había pleitos y se llevaba luto por los difuntos y se seguían las costumbres propias de la región, pero la formación del río cambió su estilo de vida pues el pueblo se dividió entre los que se fueron para siempre y los que decidieron quedarse, los objetos de metal se oxidaron como le sucedió a mi moto una vez que se aislaron, luego llegaron extraños a veces solitarios, a veces ejércitos que trataron de sojuzgarlos, pero el río y la humedad los protegió: las armas quedaban inservibles en una sola noche y quienes se internaron al río ya fuera para pedir refuerzos o simplemente huir se ahogaron, algunos lograban escapar vivos, pero eso lo decidía el río, los árboles crecieron cada vez más para ocultarlos, los intrusos fueron cada vez más escasos y como era inútil tratar de contarles la historia que yo estaba oyendo prefirieron no importunarlos, se les explicaba cómo irse y nada más; yo escuchaba todo esto sin prestar demasiada atención, mi temor era persistente pero no tan intenso, otras tardes me explicaba cómo funcionaban sus escuelas, otros sus talleres, otros su sistema de gobierno, otros las labores de cada quien, las cuales se realizaba por turnos y por edades, otras tardes me enseñaban su lengua y si bien actualmente he olvidado esas enseñanzas estoy seguro que las recordaría…si pudiera volver.

Los días pasaban y no me preocupé por llevar la cuenta, tan sólo puedo decir que una vez, después de mi monólogo el río comenzó a responderme, es decir, mis ojos detectaron por fin una alteración en sus aguas, comencé a ver su superficie formar ondas circulares y los peces de colores comenzaron a brincar sobre ellas, de adentro hacia afuera, de afuera hacia adentro, era un espectáculo muy bonito, parecían jugar y eso me sorprendió, me acerqué más a la orilla y miré el fondo, ahí seguían las piedras cubiertas de musgo, me animé a meter mi mano en el agua y la sentí fría, estuve un rato moviéndola, diciendo que aquélla era el agua más pura que había visto, lamenté haber sido tan impulsivo aquél primer día y haber dicho tantos disparates, me hallaba desesperado, triste y no tenía más intención que la de volver a casa, poco a poco el agua se fue templando o tal vez fuera la tolerancia a la temperatura por conservarla todo ese rato en ella, el caso es que esa tarde regresé al pueblo con la sensación de que por fin había logrado un avance, estaba menos apático, presté más atención a la plática del anciano, hasta me despedí de los ahí reunidos y ellos, todos, me respondieron cortésmente, dormí también por primera vez relajado y hasta disfruté esa noche el misterioso espectáculo de las luces, los cantos, el rumor del río, sentí alegría, un éxtasis que me hacía flotar en esa claridad, me olvidé de mi situación y amanecí optimista, pasé junto a los restos de mi moto sin pesar y llegar al río con la esperanza de que por fin pudiera navegar en sus aguas, pero el río no parecía tener intenciones de dejarme ir pronto, pues me percaté de que todas las balsas estaban adentro, fuera de mi alcance, hasta entonces me di cuenta de que en todos los días que llevaba ahí ningún vecino las había usado, entonces ¿qué sentido tenía conservarlas? Estaba ahí parado, mirando flotar las balsas, avanzaban giraban y retrocedían como si una gran mano las moviera o tuvieran vida propia, era increíble, otra vez sentí miedo, ¿y si al tratar de alcanzar otra vez se formaban remolinos? Me senté, volví a meter la mano en el agua…era fría…comencé a hablar, preguntándome qué me faltaba, cuánto tiempo más tendría que esperar, entonces ocurrió algo extraño: de las rocas del fondo comenzaron a desprenderse las algas, al menos lo que yo consideraba algas, dejando al descubierto piedras traslúcidas, intensamente verdes, yo trabajé varios años en una joyería donde los artesanos cortaban, pulían y engarzaban oro y piedras preciosas y puedo presumir de detectar al primer vistazo una gema auténtica y lo que mis ojos veían a través del agua tan transparente sólo podían ser esmeraldas y las había de todos tamaños y tonos, estaba deslumbrado y atónito, pero tampoco podía ser cierto ¿o sí? Un río cuyo fondo estuviera repleto de esmeraldas era inverosímil, aquello era una fortuna incalculable, recordé lo que había dicho el anciano acerca de los invasores que trataron de sojuzgarlos y aquello era un poderoso motivo para intentarlo, mas, si esa gente avara había perecido en el intento con mayor razón para un viajero desafortunado como yo estaban fuera de su alcance; nunca tuve fortuna y ver lo que parecía inagotable me trajo ideas contradictorias, no era joven y nadie dependía ya de mi, entonces no tenía caso tratar de enriquecerme de la noche a la mañana, además, yo lo único que quería era irme, aún así tenía ganas de tocar una de esas gemas y cerciorarme de que eran reales, por otra parte, si lograba quedarme con algunas ya no tendría necesidad de trabajar, pero seguramente ese río que por fin daba señales de contar con voluntad propia no me permitiría llegar al fondo y tomarlas, todo eso pasaba por mi mente mientras los peces iban y venían sobre ellas sin problema, estuve así, contemplándolas embobado, con la mano adentro del agua, la corriente jugando con las balsas, los peces brincando, el follaje de los árboles susurrando con el viento, cuando creí escuchar voces, miré para todos lados y no encontré a nadie, el agua seguía fría, podía tratarse del viento, de la corriente, no sabía, una parte quería regresar al pueblo, otra deseaba quedarse, cerré los ojos y empecé a murmurar oraciones, estaba indeciso, paralizado, el agua comenzó a templarse, la sentía penetrar en mi sangre, sí, sentí que el agua se mezclaba con mi torrente y a su vez mi sangre se vaciaba en el río, seguía escuchando voces conversando, tal vez hablando o dirigiéndose a mí, la cabeza me daba vueltas y me sentía desfallecer, mi sangre circulaba a la misma velocidad de la corriente que se intensificaba y mi mano permanecía como succionada por el agua, impidiéndome sacarla, entonces, en algún momento me sorprendí gritando ¡No me interesan las esmeraldas!¡yo sólo quiero irme a casa! Luego, como si hubiera pronunciado palabras mágicas las voces cesaron, pude por fin abrir los ojos y retirar mi mano.