Estaba enojada, bastante furiosa y no pude controlar mis impulsos, no me importo ninguno de los factores que me rodeaban, solo quería verlo muerto. La imagen no es tan clara, pero sí recuerdo haber tomado una daga, una “daga especial”, la sostuve por unos minutos mientras miraba fijamente al sujeto que estaba delante de mí, me lancé encima y lo apuñalé, no tuve compasión, mis dos hermanos menores tenían su mirada fija en mi, no sabían cómo reaccionar, sus rostros dibujaban terror, miedo y ganas de huir de mí, pero sus cuerpos estaban paralizados.
Vieron al sujeto tendido en el piso. La sangre corría por todo el piso, un tanto se quedó en mis manos, otro en el cuerpo del sujeto y otro en la alfombra. No sabía la hora exacta, pero los rayos del sol me decían que eran alrededor de las 9 o 10 de la mañana cuando asesiné a mi propio padre en la sala de nuestro hogar. Mantuve la calma, escondí su cuerpo en el patio trasero, lo enterré junto con el recuerdo de lo que había sucedido. Mis hermanos fueron cómplices, no dijeron nada.
Los vecinos y gente que conocía a mi padre se cuestionaban dónde podría estar. Por mi mente les respondía con la siguiente frase: donde yacen los jazmines y las plantas renacen, hallarás el blanco de sus ojos con un toque de muerte.