Siempre te lo dije chica,
tienes un misterio en el
hueco de tus párpados.
La conocí de día,
en el crisol que la luz
circuncidó sobre un roble.
La miré despacio, sonrojada
me dobló la mirada hasta el suelo.
La miré otra vez, ella inmóvil de necesidad.
La miré por vez tercera, empezó a acercarse, lenta.
Le miré por cuarta vez, entera, desde el nacimiento
hasta la desembocadura, me pidió fuego, no tenía, no fumo.
Le mire por vez quinta, los zapatos de charol azul, a juego con su
camisa a rayas blanca y azul, como si fuera onubense de Onuba, se acer-
có aún más, me preguntó mi nombre, se lo di —no se lo dije, se lo di para siempre—.
Le mire por sexta vez, el bajo muslo y la alta pantorrilla, me dio la espalda para apreciarle
lento el trasero, le di mi aprobación y mi teléfono por si necesitaba fortalecerlo.
Me preguntó la edad, el desempeño, el estado civil, el carné de identidad, el número de la
seguridad social, si la declaración de hacienda de ese año dio a recibir o a deber...
Le pregunté por qué se acercaba tanto, me dijo que porque tenía deficiencia congénita
en el ojo izquierdo, y el derecho de pequeña, al soplar la vela de su quinto cumpleaños
le saltó una chispa y se le quebró el nervio óptico.
A continuación me replica preguntándome por qué le miraba tantas veces, le dije que
soy miope del tercer ojo y lo que veo por él no acabo de creérmelo del todo, por eso repito
y repito hasta que mi cerebro me da el okey.
Terminé mi copa, terminó la suya, llevé mi copa al fregadero, llevó la suya al suyo, me fui,
se fue, cojí el primer taxi, ella el segundo, no la vi nunca más, ella sí, toda su vida...