Que el macho ibérico
continúa siendo feo, calvo
y con pelos hasta en los tobillos,
lo sigo ratificando
cada vez que monto en autobús.
Lugar propicio para las hoy
tan denostadas aglomeraciones,
yo los busco con ahínco para
cada una de mis investigaciones.
Repeliendo andar, tanto como
caminar sin sentido por alguna
de las ciudades que me han tocado
en suerte, el bus, compañero ideal
para las jornadas de un joven escritor
sin ideales ni posibilidad de aventuras
placenteras, es un andrajoso espacio
en el que se suceden las más variopintas
imágenes. Desde la niñera extraviada
que deja por descuido a la deriva
al objeto de su cometido, para convertirse
en una top model por instantes,
de los parques públicos y de las avenidas,
hasta los pequeños incendiarios que fuman
en la parte de atrás, ignorando felizmente
que el humo no es transpirable.
Ah, viejos autobuses y autocares,
de confort pleno para escritores
en desuso, o para particulares habituales.
Cuánto echo de menos vuestras lunas rotas
y vuestros asientos arañados por las uñas
de algún amante despechado!
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