Lourdes Aguilar

CRÓNICAS EN EL RÍO DE LAS ESMERALDAS IV

Le conté detalladamente todo lo que me había pasado, con la esperanza de que por fin despejara todas mis dudas, él escuchó atentamente y dijo:

-Ahora sabrás el resto de la historia de ayer, recordarás que la columna se perdió en la vegetación, pero el general estaba ansioso de satisfacer sus bajos instintos y después de avanzar unas horas avistó una cueva donde decidió dar la orden para detenerse y descansar, a los nuevos reclutas los puso a entrenar con los soldados y mientras estaban distraídos tomó a Imelda y entró con ella en la cueva, al poco rato, Tomás sintió una punzada en su corazón y oprimiéndose el pecho y entró también a la cueva, los gritos que se oyeron ya no eran humanos, parecía exhalados por una gran bestia torturada que estremecieron a todo mundo e incluso se oyó hasta el pueblo, cuando soldados y reclutas corrieron hacia la cueva el general estaba afuera revolcándose de dolor, sosteniendo en su mano un puñal ensangrentado, adentro Tomás lloraba y gritaba con el cuerpo inerte de Imelda entre sus brazos, el general aullaba, maldecía y lloraba pues no podía soltar el puñal, ante los atónitos ojos de sus hombres empezó a cubrirse de manchas y luego a descamarse su piel mientras el puñal se cubría de herrumbre, ¿qué había pasado? Imelda poseía un halo que la hacía inviolable y el general, al darse cuenta de que no podría consumar su infamia le clavó rabioso el puñal, Imelda cerró los ojos con la misma serenidad y dulzura que la caracterizaba, pero el general debía ser castigado.

Adentro la desesperación de Tomás era incontrolable y sus abundantes lágrimas comenzaron a formar un charco que se mezcló con la sangre de Imelda; fue cierto y lo has comprobado, su sangre al coagularse formó esmeraldas de todos tamaños, cubiertas por las lágrimas de Tomás mientras salían de la cueva en tal abundancia y con tanta fuerza que se formó un torrente llevándose con él a los soldados, golpeándolos y ahogándolos mientras los hijos del pueblo lograron asirse a las rocas, a los árboles como podían, otros corrieron a llevar la noticia y todos los habitantes fueron testigos: ante ellos corría un río impetuoso, que nacía de la boca de la cueva, tan revuelto que no se podía mirar el fondo, esparcidas en la maleza yacían las armas de los soldados, oxidadas, inservibles, el general estaba muerto más adelante, cubierto de lepra, el sacerdote del pueblo convocó a la oración, todos estábamos compungidos por la muerte de los jóvenes y estremecidos ante la suerte del general y sus hombres, rezamos nueve días y nueve noches para que Tomás cesara su sufrimiento e Imelda intercediera como tantas veces hizo en vida,, nuestras plegarias fueron escuchadas, porque al amanecer del décimo día encontramos el río tal y como luce ahora, solo que las esmeraldas eran visibles y supimos que Tomás e Imelda permanecerían así juntos por siempre, los pescaditos que jugaron contigo son sus hijos, porque el amor siempre fecunda de alguna manera.

Yo estaba perplejo, ciertamente eso explicaba muchas cosas, pero no lograba determinar cuánto tiempo había pasado desde ese suceso o si había sucedido tal y como él me lo había contado, como si hubiera leído mi mente agregó:

-Para muchos éramos un pueblo maldito, nadie creería cómo surgió el río y su riqueza estaba tan a la vista que era necesario hacer algo, porque muchos, vencidos por la codicia murieron ahogados al tratar de sacarlas y sus familiares maldijeron y abandonaron el pueblo, hubo pleitos, luego empezaron llegar extraños, tú sabes, aventureros, bandidos, ninguno pudo robarlas, pero ocasionaron mucho daño y dolor en el intento y sabíamos que vendrían más y mejor preparados, por eso debíamos tomar una decisión y por eso preferimos aislarnos, no todos estuvieron de acuerdo, pero eso no importaba, una noche de luna, guiados por el sacerdote y un brujo nos recostamos a lo largo del río mientras uno rezaba y el otro hacía sus conjuros, así velamos hasta el amanecer, los árboles crecieron, y al regresar al pueblo todo el metal estaba oxidado, la ropa, las casas, todo estaba húmedo, no se podía encender fuego, así que debimos cambiar nuestra forma de vida y también nuestra mentalidad, los que no estaban de acuerdo simplemente se fueron y no volvieron, en cuanto a mí, debes saber que yo fui quien realizó los conjuros, vivo desde entonces vigilar el río y cuidar el pueblo, el sacerdote, por su condición no quiso permanecer aquí, él siguió su rumbo dejando su bendición, no somos malvados, simplemente nos adaptamos a una nueva forma de vida.

Mi estupefacción me había dejado paralizado, nuevamente sentí que el temor iba y venía como mariposa negra revoloteando a mi alrededor, mi sienes comenzaron a palpitar mirando esos rostros ¿humanos? ¿qué clase de poder habían conjurado? El anciano, amablemente continuó:

-No podía ser de otra manera, créeme que somos felices así, los cuidamos y ellos nos cuidan a nosotros, de no haberlo hecho la riqueza de Imelda se hubiera malgastado, Tomás hubiera cobrado más muertes hasta perecer él mismo, su historia se hubiera olvidado con el tiempo, así ellos conservan su amor y nosotros nuestra alegría, no quisiste conocernos, te hablé de nuestras escuelas y talleres, pero te urgía irte, lo entiendo y mañana por fin lo harás, ahora debes descansar pues te ves bastante afectado, vamos, te acompaño.

Ciertamente me sentí débil y necesitaba apoyarme en alguien para no caer y cuando llegué a la choza me acurruqué en la estera encogiéndome de lado como si tuviera frío, todo lo que había vivido desde mi llegada era tan insólito como la historia que acababa de oír: la humedad como una defensa contra el metal que asesinó a un ser excepcional, el grito sobrehumano de Tomás al verla muerta, su preciosa sangre cuajada en esmeraldas, los soldados arrastrados por la corriente y la lepra del general, todo era real pero mi mente no lo podía aceptar, me dolía la cabeza y no podía dormir, a lo lejos el río, o Tomás, el demonio o un ángel comenzaron su canción mientras la choza se llenaba de musgo y hongos, abrí sin querer los ojos que hasta entonces mantuve cerrados con fuerza y los destellos aguamarina iluminaban la choza, era Imelda, no cabía duda, Imelda existía aún para admirarse y yo lo podía presenciar, su presencia me devolvió la tranquilidad, el anciano tenía razón, era el ser más dulce y bello que he conocido y así, sintiendo su presencia en el ambiente pude por fin descansar.

El canto y la luz me envolvieron, me arrullaron, pude sentir en mi corazón ese amor que los mantenía unidos, algo sobrenatural, algo fuera de mi entendimiento pero hermoso y real, un amor que trascendió la muerte y creó la leyenda, dormí poco, fuese por el poco alimento o porque mi mente por fin se hallaba en paz y cuando abrí los ojos todavía se sentía el ambiente cargado de humedad, el moho y los hongos habían desaparecido, en la puerta en anciano me esperaba y con él la gente del pueblo, para despedirme, el anciano alargó ante mí un calabazo diciendo:

-Hoy regresas a tu mundo, que los espíritus guarden tu camino, te trajimos un jugo especial que beberás poco a poco, es todo lo que necesitas durante la travesía, nos alegra que nos hayas aceptado, como te prometí, algunos de nosotros te acompañaremos pues aunque el río acepte llevarte su influencia no abarca todo el camino.

Agradecí su hospitalidad y la presencia de los vecinos, que con frases corteses y palmadas amistosas me acompañaron al sendero, desde donde fui escoltado por cuatro jóvenes, estaba contento y quise preguntarles si ellos no sentían deseos de conocer mi mundo, aunque no esperaba que me contestaran en mi idioma, grande fue mi sorpresa cuando los cuadros rieron de buena gana como si les hubiera contado algo gracioso, uno de ellos respondió:

-Conocemos tu mundo, tal vez mejor que tú mismo y créenos, no tenemos deseos estar ahí.

Yo, intrigado les pregunté:

-¿cómo pueden conocerlo si ustedes no han ido y el anciano dice que los que se van ya no regresan?

-En nuestras escuelas estudiamos mucho, y así como a ustedes les enseñan en su país como es la vida en otros lugares y tiene televisores y computadoras, así nosotros vamos conociendo desde pequeños cómo funciona el mundo fuera de nuestras fronteras, también te dijo el anciano que sólo hay un medio de salir y es el río, cada cierto tiempo, tal y como en tus escuelas organizan visitas de campo, nosotros usamos las balsas y hacemos lo mismo, pero durante tu estancia preferimos no mostrarte todo lo que hacemos para no alarmarte más; es cierto, quienes deciden mudarse no regresan, al menos mientras permanecen en sus cuerpos, somos los guardianes del río de las esmeraldas, es todo lo que necesitas saber.

Al llegar al río pensé que uno de ellos me ayudaría a remar mientras los demás me seguirían en otra balsa, pero una vez que estuve en la mía, los jóvenes se zambulleron y se colocaron cada uno en una esquina y quitándome los remos me dijeron mientras impulsaban la balsa suavemente:

-No los necesitas, sostén las ataduras y pase lo que pase confía en nosotros.

Así fue como comencé el viaje de regreso, al principio admirando el paisaje, tan bello, del que anteriormente no disfrutaba por mi angustia, la corriente era mansa, estaba tan embobado que me olvidé por completo de mis acompañantes, al menos hasta que la corriente comenzó a fluir más aprisa y los árboles eran mucho más altos, oscuros y tupidos, impidiendo por completo traspasar la luz, tampoco había ya flores en las orillas, tan solo arbustos tan oscuros como los árboles, nuevamente sentí temor y quise preguntarles si era natural, pero me di cuenta de que habían desaparecido, en las esquinas del bote sólo había musgo, un musgo grueso cubriendo completamente la balsa, exceptuando el centro donde yo estaba acomodado, comencé a temblar y a gritar, pero nadie me respondió, la corriente entonces ya era bastante intensa y yo, desconcertado por ésta última sorpresa me ovillé en mi lugar, rezando y sosteniendo firmemente las ataduras de la balsa, después sólo me recuerdo dando tumbos, como si estuviera tropezando con rocas salientes, alguna tan grande que hacía brincar la balsa, sin embargo y a pesar de mi miedo de volcar y ahogarme en aguas desconocidas, siempre aterrizaba horizontal, más que una balsa me sentía viajando en un colchón, tal vez porque el musgo que me cubría funcionaba como amortiguador, lo último que recuerdo fue un golpe en la cabeza después de uno de mis accidentados brincos, aún así no quise abrir los ojos hasta que todo se hallara en calma, la cual llegó al poco rato, dejándome dormido.

Al despertar me vi en una bonita playa, era muy temprano y a lo lejos se veían botes de pesca, supe que me encontraba por fin en algún punto del país por sus nombres, estaba cansado, pero feliz por fin de estar de vuelta, me levanté, estaba mojado y cubierto de arena, busqué en mi morral para cerciorarme de tener lo necesario para sufragar mis gastos de vuelta y al hacerlo quedé deslumbrado al descubrir una hermosa esmeralda, lo suficientemente grande y pura para comprarme una buena moto, mis pensamientos regresaron a ese pueblo desconocido y la nostalgia me invadió, ¿por qué había sido tan tonto? Salí de vacaciones para conocer otros lugares y había estado en el más insólito de ellos, obsesionado y presa del miedo; un pueblo poseedor de tal riqueza que prefirió aislarse para protegerla y protegerse ellos mismos, sí, ahora que estaba lejos podía entenderlos, la esmeralda me la habían regalado para compensar la moto, pero no la vendí, ni antes ni ahora, la he conservado como prueba de que esa experiencia fue real, de que en ese algún lugar y en algún tiempo existieron dos seres que se amaron a tal grado, que trascendieron a la muerte y al dolor y que ahí su felicidad es resguardada y ésta inunda todo un pueblo, un pueblo que supo adaptarse al cambioi, siempre dispuestos a acoger al visitante y mostrarle otro modo de vida, ahora miro la esmeralda y ella, Imelda, me cuenta de sus escuelas, sus talleres, de la felicidad de estar siempre al lado del ser amado, sí, a veces queremos que nuestra vida siga su curso sin tropiezos y, como un pez al que se le saca del agua creemos asfixiarnos aún cuando no haya ningún peligro, sí, el miedo nos ata tantas veces.