Alberto Escobar

Nunca... Siempre...

 

Solo una muerte temprana es llave,
que abre de eterna juventud.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nunca.
No pude, no pude nunca superar,
soportar tu temprana muerte,
cuando tus lirios brotaban apenas
de la nada, de tus tiernos cotiledones.
No puedo, no dejo de recordar el estruendo
quedo de tu sonrisa, a las tiernas horas
de un sueño que no prende, que no agarran
las manecillas de la noche, te apareces...
En un claror peregrino sobre la pared frontera
te me apareces, como aureolada de verde toga.
Tus ojos refulgiendo en llamas me llaman
a levantarme y prenderte a un lecho de espinas.
Tu boca —en virtual desespero— me clama,
me reclama calor contra el recio frío del averno.
Nunca.
Se cuentan ya años desde tu asunción, calendario
que no pasa en el tráfago proceloso de mi mente.
Son ya en meses más de ciento, pero fue ayer,
un ayer de hace solo un segundo, un nanosegundo...
Tu decir, tu hacer, tu aconsejar, tu fresa de labio
pronunciada tras cada sílaba, cada sinécdoque,
cada hipérbaton que digno de mi dios gongorino
vuela al cielo cuando tu poesía me venía a ver.
Nunca, sí, nunca, un nunca que se va tiñendo
de siempre con el paso de los siglos, siglos
de menor latido que el esplendor de una rosa.
Te me apareces, a la siempre puntual hora
de mi desvelo, en medio de una noche tempestuosa,
de naves surcando montañas de sal al clamor
de unos cantos de sirena, que soporto al mastil
como un jabato en celo, pero muero, y agonizo.
Nunca, pero siempre penando tu inexistencia.
Pido a Hades que me haga descender al filo
de lo imposible para rescatarte sin mirar atrás.
Sigo temblando a las claras de un día sin sueño,
sin concilio ni tregua, transido de ausencia.