Me moriré una tarde de otoño
en un páramo de un pueblo perdido,
soplará el viento en mi rostro
y se posarán en mi pecho los mirlos.
A mi lado los impávidos olmos
velarán mi postrero latido,
la hojarasca caerá en mis poros
como un sudario de aire herido.
Me moriré una tarde de otoño
a la hora que mueren los lirios,
helará mi piel el calostro
de una escarcha de gélido vidrio.
Graznarán los cuervos en coro,
trazando en el cielo su círculos,
cárdenos centinelas de mis despojos,
armados con garras y torvos picos.
Vendrá la sombra con brumas al hombro,
vendrá la niebla con dedos albinos
a palpar mi cuerpo en estricto abandono
sobre un árido lecho de pedrusco y rocío.
Serán mis labios de tus besos, abrojos,
será mi aliento un suspiro sin brío,
será mi voz un lenguaje en escombros,
será mi boca un extremado vacío.
Vibrarán los campos con sus ceras de oro,
con sus espigas en llama, vellocinos de trigo,
seguirá en el álamo con sus trinos el tordo
y las párvulas ocas adornando los ríos.
Brillarán las estrellas con sus cuernos de toro
embistiendo a la noche aromada de mirto,
danzará el amor con desvelos e insomnios
como eje de un mundo que da vueltas y giros.
Treparán los rosales por el vientre del orto,
besarán los crepúsculos horizontes corintos,
y mi pobre cadáver en un vil territorio,
lejos, muy lejos de ti, de mi ámbito antiguo.
Me moriré una tarde de otoño
bajo un cielo de plomo, un octubre cobrizo,
en un calvero desnudo, a la vera del polvo,
donde triunfa la Muerte con su naipe legítimo.
Partiré sin aplausos, sin el duelo o el lloro,
se hundirán mis poemas en el mar del olvido,
montaré sobre Bóreas en mi último soplo
y al llegar al Leteo me dará su bautismo;
pero desprenderme de ti es tarea de un loco
pues, a pesar de la Muerte, te amaré, amor mío.
Me moriré una tarde de otoño,
mi pupila se clavará en el infinito,
me temblará una lágrima en el borde del ojo
y será el último verso que se escriba en mi libro.