Cuando el sol recoge de la tarde
sus colores,
el anochecer
pinta sombras en Avellaneda,
viste de gris
a los talas, a los molles,
al seco lecho del río,
y nubla mis pensamientos.
El silencio
aviva el ladrido de los perros,
el ulular de los búhos,
y el mugido monocorde
de las vacas del feedlot cercano,
que parecen denunciar,
en vano, su seguro final
de carne muerta
sin pecado.
La noche
extiende prolija
su oscuro manto invisible.
Ausente el astro vigía,
el campo vive y respira
a su aire,
saluda a la luna
-si digna mostrarse-
y prosigue su estar
sin Norte ni guía.
El rumbo no importa
ni es tema del campo
en las noches de Avellaneda.
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