Abandona la molicie del sol,
instálate —aunque sea por momentos—
al regazo de su sombra
y vive la fascinación del abismo
que se abre entre tus pies.
—Logos e Hybris—
Dame la mano, no temas.
No tengas miedo muchacho.
Acompáñame al otro lado de tu mirada,
donde no habita la costumbre,
donde las voces vespertinas
de niños que saltan a la comba
son sordas de solemnidad.
Tómame fuerte la mía, confía.
Vas a conocer el vero sabor de la vida,
vas a sentir el frío del metal
sobre el tierno desollar de tu piel,
vas a mojarte de profunda lluvia,
esa que nace de la intemperie.
Mira al cielo y abre de lleno los brazos.
Sonríe ante la consagración de este milagro,
siente como se derrite la incertidumbre
sobre el jubón cierto de la decencia,
de la norma estupefacta y carcomida.
Ven conmigo y acompáñame, no te defraudaré.
Ten el valor —conmigo— de dejar la sucesión
de tu huella sobre este camino, todavía enyerbado
y difuso, de despoblado que no ve muralla cierta,
de posible bandolero y salteador, pero fascinante
por la magnificencia que consiste esta incertidumbre.
Atrévete conmigo muchacho, sal de tu cárcel de áurea
balaustrada y dinamita en pedazos la desconfianza.
Dame tu mano, no temas, será la primera
de muchas manos que me tenderás
en la próxima eternidad que te aguarda,
tras lo que impensable espera tras esa esquina,
tu esquina...