Pensar en las despedidas me lleva a imaginar una troncal de transporte en la madrugada con trenes que viajan en cualquier dirección de la noche, convirtiendo las estaciones en hogares de paso donde las personas van y vienen. Y cuesta tanto sentirse a salvo en algún lugar, sabiendo que debemos partir en cualquier momento que, es menester, aventurarse a la suerte del camino aún sin el pasaje de ida y vuelta. Y la compañía es encontrar a alguien con quien tomarse de la mano, confrontando las agujas del reloj; transitando por valles desérticos o veredas montañosas, -sin aferrarse a nada ni a nadie-.
Las despedidas tienen tantos rostros y señas que se manifiestan a través de un abrazo o en un abrir y cerrar de ojos. Hay despedidas que duelen y se llevan consigo una parte de nuestras entrañas; como si hurtaran corazones y memorias. He sabido de algunas que dan tranquilidad y se transforman en enseres para nuevas oportunidades, confines a las bienvenidas y los saludos; llegando a ser intercepciones eficaces y momentáneas que cambian vidas y destinos.
Muchas despedidas se vuelven congregaciones para quienes se quedan o permanecen, disfrazándose de divorcios o funerales. Algunas se recubren de viajes hacía otros continentes o residencias, siendo motivos de festejo y regalos de gratitud. Y hasta en ocasiones son una última cena o brindis.
Con Elvira Sastre, aprendí que: “son una salida y he aprendido a no tenerles miedo, a no evitarlas. Las abrazo como el que se agarra a un trozo de madera a mitad del océano”. Aunque con cada una, envejezcamos. Lo que me lleva a pensar que todos nos iremos incompletos. Tal vez un poco rotos o vacíos, de aquel ser que amamos y luego dejamos ir agradecidos.
Las despedidas son una liturgia en el baúl de la memoria. Una pieza en el rompecabezas de aquel engranaje de la verdad a cada orilla. Un cristal donde reposan los recuerdos y el olvido mutuo. Hay algunas que terminan por ser un secreto que nunca volvemos a nombrar. Exiliadas en aquel escondite de la niñez donde guardamos el temor a lo que habita debajo de la cama o detrás del armario. Aquel lugar nuestro; lleno de polvo e incertidumbre. Alimentándose de nuestro deseo e imaginación. Hasta que el despertar convierte el vértigo provocado por el anhelo, en un llanto a mitad de la noche. Como si jalaran el hilo rojo que une el corazón con la memoria, atravesando cada hueso de nuestro esqueleto frágil y vagabundo. ¡Se ha ido aquel olor que se impregnaba en nuestra almohada! ¡ese calor particular en las cobijas! La hora en la madrugada es contra reloj y el insomnio pasa a ser un columpio arrastrado por la brisa sin que nadie lo oiga.
Aunque cada despedida marca un precedente en el sendero y en el tiempo, (que son la misma vaina) no quiere decir que siempre se vayan. Algunas despedidas se quedan en adioses que nunca fueron. En palabras de Sastre: “no me da miedo decirte a adiós, haberte dicho adiós; lo que me asusta es no poder hacerlo, no poder haberlo hecho.” Hay adioses que no quieren ir a ninguna parte, y se despiden insistentemente, atrapados por su propia sombra, mientras la brújula que apuntaba hacía nuestros sueños deja de marcar el horizonte. Regresando, una y otra vez a ese final inesperado que vuelve a ser otro inicio o bienvenida. Cavando en nuestra propia piel para volver al pasado, como quien hace arqueología de sus cicatrices, para luego arar la tierra y forjar huertos y zanjas de frutos secos y dulces. Los adioses y las despedidas son flores que brotan de una tumba para luego marchitarse. Y hay que ayudarlas a florecer, regándolas cada día con tiempo y felicidad. Semejante a la fábula de aquel pájaro que amamos y vuelve a su viejo nido. Y por muy triste que sea, debemos comprender que, las mañanas seguirán siendo mañanas, sin su canto o aroma.