Nadie vino a buscarte y lo sabes...
entre tejidas ramas te acobardaste
te ocultaste, juraste:
tres monedas lanzadas al azar
¿cuántos nombres?
Las rosas regalaste y pensaste:
¿serán los ojos de ella los que soñaste?
Nadie te llamó desde ninguna parte,
tu nombre, simplón y vago
enterrado en un hondo olvido
similar al que simulabas enterrar tus vergüenzas y las envidias,
sucumbe acorralado por los sismos de tu ira.
Todas las noches soñaste, le diste un nombre, viajaste, ¿hasta dónde?
Y toda la soledad vuelta tiempo en tu palma
manecilla a manecilla se acumulaba
y como el peso en la espalda del viejo
abarrotó cada gramo de tu espíritu hasta romperlo.
¿Dónde no la buscaste, idiota? Piensa:
¿qué otra cosa no intentaste?
Decirle, pequeño idiota,
en lugar de sólo escribir en infinitas páginas su nombre;
decirle que desde el día que tú llegaste
la amaste, con anhelo de vida:
aferrado como el niño al umbral de su nacimiento.
Que te quemaba por dentro
que sentirte lejos de ella era como la hambruna,
y que las noches que suspirabas lerdo
eran suyos los ojos que se reflejaban en el ápice de tu locura.
Hasta la muerte, idiota; eso decías,
¿pensabas que alguien iría por ti?
Nadie fue a buscarte y ahora lo sabes
que nadie ha venido a rescatarte
que estás sólo y te hundes
bajo la tierra y los gusanos
entre el ruido de las ilusiones rotas
y el olvido pétreo en tu atuendo de amante.