Llegó con la calidez
de una mirada infinita,
con los brillos de unos ojos
que le hacían chiribitas.
Bronce traía en la cara
adornando sus mejillas,
y su boca generosa
lucía una amplia sonrisa.
Llegó portando el perfume
de selectas peonías
que al ondear sus cabellos
eran suspiros de brisa.
Vino vistiendo su piel
de ébano y pardas espigas,
su pelo con obsidiana
y soles del mediodía.
Cuando pasó por mi lado
creí sentir la caricia
del contacto de sus manos
deslizándose en las mías.
No hizo falta ni un requiebro,
ni tiernas galanterías,
yo ya estaba enamorado
sin saberlo, joven india.