marta CARMEEN

DOÑA CARMEN

A los 20 años, mi Abuela Carmen decidió que sólo se
alimentaría con pan, queso mantecoso, sopa de fideos finos
y café con leche. Así vivió hasta los setenta y tantos años.
Qué curioso - Cada día como queso mantecoso.
Era muy aseada. Todas las mañanas en el medio del patio
ponía un banquito, y sobre él, una palangana que llenaba
hasta el borde con agua. Toalla en mano y jabón de tocador,
lavaba su cara, con tanta exageración y energía, que el
patio parecía baldeado.
Qué curioso - Cada día, para lavar mi rostro, salpico los
azulejos y el piso –
Me decía.
_Tenés que hacerle un mandado a la abuela. Anda a la
farmacia de la flaca Strazarino y comprarme Frisal, no
Untisal. ¿Entendiste?_
_Sí, Abuela._
_¿Querés que te lo anote en un papelito?_
_No, Abuela, yo me acuerdo._
Antes de cerrar la puerta de calle, mis cinco años ya
habían olvidado esos absurdos nombres. Quizá, si sólo me
hubiera dicho uno, pero dos y tan similares…
_ ¿Cuál tenía que comprar...?_
Salía saltando con la soga y mi único objetivo era ir a la
farmacia para pedir la yapa. La flaca Strazarino me preguntaba:
_ ¿Martita qué vas a comprar? ¿Lo trajiste anotado?_
_Dice mi abuela me dé… No me acuerdo.___
_ ¿Señorita, me da la yapa?___
Los pequeños confites multicolores parecían girar dentro
de un enorme frasco de vidrio. Seguía atentamente su largo
brazo envuelto en un guardapolvo blanco, de allí salía una
mano transparente y esquelética que me asustaba. Venciendo
el temor, la miraba hasta que se introducía dentro del
bendito frasco. En ese instante crucial, me trepaba al
mostrador de mármol, deseando que la mano se convirtiera
en una pala gigante capaz de recoger miles de confites, los
que luego serían volcados sobre mis pequeñas manos.
Cuando regresaba mi abuela recogiéndose su delantal me
reprendía. Volvía corriendo a la farmacia pero esta vez,
llevaba anotado el medicamento en un papelito y no pedía la
yapa.
Recuerdo cuando por las noches, se acariciaba las sienes
plateadas, encendía una vela y arrodillada al pie de su cama,
susurraba palabras que yo no lograba comprender. Esa
escena me transportaba a ritos litúrgicos y escondida
detrás de un sillón, observaba atentamente la oscilación de
la flama amarillenta, que iluminaba la profundidad de los
surcos de su cara, los ojos cargados de lágrimas y sueño.

   Posiblemente, por los anhelos incumplidos de su alma…