El pensamiento
es el padre del dolor.
—Le pega a Schopenhauer,
pero San Google no me lo
confirma—
Dicen que mejor no saber,
que no saber es no pensar,
que pensar te carga la conciencia,
que si te paras a pensar en ti
te das cuenta de todas tus pequeñeces,
de todas tus miserias e imperfecciones,
que son mayores a borbotones
que las grandezas, que no las valoras
por cierto, que cuando te pones
una camiseta blanca, impoluta y se posa
por azar una mota negra sobre el invisible
entramado de su lana, dejas de ver la pureza,
la inmensidad, la inmaculabilidad de ese blanco,
y solo ves negro, pozo, miseria, guerra, muertos,
sirenas que avanzan de rojo sobre un mar
de semáforos buscando desembocadura
en el hospital más próximo, un desastre,
un psicologismo aniquilador, nihilismo a ultranza.
Dicen —que digan— que pensar es la antesala,
el cuarto de estar de la desdicha, de la mueca
azul que se engancha a la comisura blanca marfil
de tu boca, de la suya y de la mía, y de la de él.
Soy hedonista, mejor estoico, y la vida es pensamiento,
es gestión del pensamiento, es poner cada sensación,
cada latido de la sien en un torno de alfarero
para marearla, darle forma, que el barro fresco,
arcilloso, que seca la piel al abandonar su agua
se te pegue a la membrana hasta ser otra piel,
segundo tegumento sedimentario y fundamentador,
retrato en blanco y negro de tu analogía, sí, darle
forma, el vivir es un arte según dicen en la tele,
en los libros y en los telediarios, pensar, sí, colocar
la ropa en los armarios para que quepa toda la colada
y ninguna tenga que caer en manos de un ropavejero...
Dicen —bueno, que digan lo que quieran— que es mejor
no...