Alberto Escobar

Aires juanramonianos

 

—Sorolla—

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hace unos días recibí una carta.
Mi ama de llaves me acercó a la mano una misiva
que entrañaba el interés de un célebre retratista
en inmortalizarme en su estudio.
Este retratista, que gozaba a la sazón de fama
incluso internacional, deseaba tenerme entre
sus piezas de colección —su nombradía cruzaba
el océano hasta la mismísima Nueva York— y yo,
que entonces empezaba a saborear las mieles
del parnaso, me dejé llevar y allá que me desplacé
a Madrid, donde vivía y gozaba del momento.
Le contesté afirmativamente nada más que mis quehaceres
me dieron tregua y emprendí viaje a los pocos días
de enviar la correspondencia.
Me desplacé temprano de Moguer a Huelva para enganchar
el primer tren que me llevara a la pronta Sevilla;
allí hice unas compras para avituallarme consiguientemente
y haciendo tiempo para la salida del billete me engolfé
en la lectura de un libro, de poesía simbolista francesa,
tan de moda en aquellos años entre la vanguardia artística.
Por incidencias sobrevenidas en la mecánica ferroviaria
el tren se retrasó algo así como treinta minutos, circunstancia
que me vino al pelo porque me recompensaron con la gratuidad
del billete, cosa de agradecer porque mi economía no era
precisamente boyante.
Al llegar a Madrid sufrí, apenas bajar del vagón, una bofetada
de ruído y desenfreno, los coches circulando a velocidades
inusitadas para mi tranquilidad pueblerina, mi recién estrenado
traje amarillo sol temiendo las salpicaduras de la prisa...
Encontré no sin preguntar el estudio del maestro.
Todo lo demás lo puede entresacar el espectador
de la pose tranquila y descansada que adopté bajo una ventana
que daba a una especie de limonero, recuerdo de mi tierra.