Era una madrugada de Diciembre cuando Sabrina salió volando por la ventana. Salió de la cama, se acercó a la ventana de su cuarto en el quinto piso y salió. No se preocupó en calzarse o abrigarse, ella solo voló. Se dejó caer hasta quedar a unos metros sobre el piso, y luego llegó su parte favorita. Subió, rápidamente, el viento la envolvía por completo. Llegó hasta la cima de su edificio y miró la ciudad. Se había mudado hace poco, no había tenido la oportunidad de experimentar completamente la ciudad. El sol aún no salía, solo habían algunas luces encendidas, algunas almas perdidas caminando por las calles. No se preocupó que la vieran, de todos modos luego de las doce de la noche muy pocos saben en que creer.
Sabrina pensó en su mamá, y como ella no tenía idea de nada. No tenía idea de su manera de volar, con el cabello suelto y los ojos cerrados. Pensó en su papá, y lo poco que hablaba con el por el miedo de llorar apenas las palabras correctas salgan de sus labios. Vio un chico caminando por la calle y sonrío, era una extraña combinación entre sus hermanos. Ay, si tan solo ellos supieran, si supieran por lo menos un poco de lo que ella era en verdad. Lo bueno del viento era que le secaba las lágrimas, ella siempre odió llorar (aunque lo hiciera mucho). Dirigió la mirada hacia sus pies, pensó en que pasaría si tan solo se dejara caer. Si tan solo tomara un descanso, un descanso de volar, de llorar, de existir. Quiso callar sus pensamientos, ella sabía que estaban mal, que no eran más que pensamientos tóxicos pero no podía evitarlos. Era algo trillado. Ya todos lloran, ya todos sufren, todos quieren tomar un descanso de la vida. Ella no era especial, solo era una de las muchas chicas cansadas de todo, una de las miles de personas viviendo todos los días con un vacío en el pecho.