Lo bueno de salir con Mauricio era que sabía cocinar. El hombre quería ser chef, algo más absurdo no podía existir. Lo malo de salir con Mauricio era ir a su casa. Tenía que ir caminando todos los jueves porque él decía que no me podía ir a buscar a la oficina. Eso era más mentira que un padre diciéndole a sus hijos que iba a comprar cerveza (evitando el hecho que no iba a volver). Pero bueno, tenía que caminar más de cinco cuadras y mis pies de Cenicienta nunca me tenían piedad cuando comenzaban a gritar. Aunque los que más gritaban eran los obreros, no había ni un solo día que no los escuchaba.
—¡Que piernas más bellas! — me decían. Le había contado a Mauricio, él me dijo que era mi culpa porque me veía hermosa con vestido. Me había enojado, pero no lo amaba entonces no me importó. Los obreros no me daban miedo. Eran inofensivos y mal educados, no había nada que temer. Pero las motos, ay, las motos. Ellas me aterrorizaban. Le había dicho a Mauricio, pero me dijo que dejara de ver las noticias. Cuando sentía el olor y el ruido de las motos mis manos comenzaban a sudar. Lo que me hacía temblar era la brisa fría que tocaba mi hombro cuando ellas pasaban. No había muchas cosas horribles, pero con las que había era suficiente.
Cuando llegaba a casa de Mauricio siempre teníamos la misma maldita conversación.
—¿Cómo te fue?, ¿Llegaste bien? —me preguntaba cuando me sentaba en sus piernas.
—Bien, hoy los obreros admiraron mis piernas, al igual que la semana pasada.
—Eso es por ese vestido que llevas, te he dicho que deberías salir con pantalones.
—Bueno, entonces para la próxima me disfrazo de Ferrari, así quizás me respeten.—Él siempre se callaba y yo me iba a de la casa. Prefería que me llevara una moto a verle la cara a Mauricio. Pero la siguiente semana… siempre volvía.