No estaba lloviendo, es más, ni siquiera estaba nublado, el sol estaba ahí, atento a todos mis movimientos. El sol y el cielo me juzgaban, o tal vez era el alcohol hablando. No sé (definitivamente era el alcohol hablando). Graciela me miró y sonrió. Levantó la botella de cerveza barata que habíamos comprado en esa fea tienda al lado del cementerio. Nuestra relación de hermanos era absurda, solo nos agradábamos cuando ambos estábamos borrachos.
—Sabes, deberías estar llorando. — le dije, ella negó con la cabeza y tomó un trago.
—¿Yo? Era tu sobrina, llora maldito inhumano.
—Era tu hija, maldita inhumana.
—No te atrevas a decirme inhumana. — me golpeó en la nuca. Iba a reírme, pero otro golpe me hizo voltear la cabeza. Era mamá, la vieja. Graciela escondió la botella detrás de ella. La vieja nos miró con decepción.
—¡No puedo creerlo! Están tomando en un funeral por el amor de dios.
Graciela rió. Dio una gran carcajada y se sentó junto el árbol en donde nos estábamos escondiendo.
—Es lo que Helena hubiera querido. —la vieja levantó la mano y le pegó una cachetada. Mi hermana se puso colorada.
—¡Era tu hija!
—¡Si! ¡Lo era! Ella tomaba más que todos nosotros juntos, es lo que hubiera querido. —Graciela comenzó a llorar, yo me quede quieto tragándome la mirada de la vieja.
Dolía, nos dolía a todos. A mí no tanto ya que sabía quién la había matado. Yo no fui, amaba a esa niña. Había sido Horacio. Horacio mató a Helena. Horacio le cortó el pelo a Helena, la desnudó y le puso ropa de hombre. Graciela lo vio y le gritó a Horacio. Helena le dijo que ya no se llamaba así, que solo existía Horacio. Graciela le gritó, diciéndole que dejara las tonterías. Horacio tomó las tijeras (aún tenían cabellos de Helena) y se cortó su hombría. Había sido Horacio. Él mató a Helena y luego se suicidó, pero no hubo funeral para él.