A escribirle unas líneas me propuse y flaqueé.
He de decirle, me dije, que una vez yo le amé…
Fue tanto, tanto ese amor que mi pecho, una
ventana al corazón le abrió, quería dejar salir el
dolor, pero le faltó el valor y la amargura torpe
y adormecida por el llanto, adentro se quedó.
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¡La carta que no envié en mi alma se muere!
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Cuántas veces lo deliberé e hice el intento, pero
la pluma desobediente rodaba de mis trémulas
manos y, ante el húmedo papel, no se atrevió
a dejar, con la negra tinta, sus contritas huellas.
Es el destino, tantas veces me dije, para engañar
mi apenada y vaga razón, que rehuía a la verdad.
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¡Son letras viejas que reviven al recuerdo del ayer!
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Hoy, con certeza grávida, me miro y palpo mi alma.
El sentir es conspicuo, no se puede ocultar cuando
es real y verdadero, aunque lo asfixie la melancolía.
No es el momento, se ocultaron las palabras y los
verbos no me riman, he quedado exigua de frases,
pero pienso todos los días, que enviaré esa misiva.
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¡Escribir cuando nos consume la pena, es apuñalear
el alma; se ha de esperar que el duelo vacíe el llanto
y que la tierra nos dé su capricho en rosas convertido!
Nada es mejor que la confesión y el reposo de la pena.
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¡Esperar el momento indicado no es negar lo pensado!