Te veía sufrir en una bruma oscura,
con un dolor centellante,
soplando espinas, con huracanes de fiebre,
como bestias,
recorriendo tus venas, arterias y huesos;
Veía en tus ojos al brillo: ¡Desangrarse!
Veía a toda una comarca de sombras
alrededor de tus ojos, como lobos del infierno.
Sentía a la noche con sus colmillos
de hielo mordiéndote la vida.
Y le pedí a Dios, me diera tu dolor
y toda esa cánula de sufrimiento
por el cual gota a gota te arrancaban la vida.
¿Dios, estas allí? –preguntaba insistente-
¿Dios, existes?
Y solo respondía el silencio.
¡Bien que oía…!
¡Bien que preparaba su respuesta…!
¡Mientras tanto graznaba algún pájaro
de mal agüero!
Todo eso y más he recibido con tu ausencia:
Dolor perpetuo, soledad hiriente,
y fosa profunda entre nuestras almas,
donde ahora caen las horas que no terminan;
¡No habrían tantas sombras en la noche
si tus ojos alumbraran!
¡No habría tanta lluvia esta noche
si mis ojos te miraran!
No he vuelto a preguntar, desde entonces.
¡Y no hay nadie a quien reclamar este dolor!