Yo la tuve estremecida en mis brazos
y humectante,
bajo el obscuro manto de la crisálida noche,
yo la tuve,
era Urano nuestro rey, y era Eros nuestro antojo.
Estremecida y humectante,
su piel desnuda y clara fue para mis manos
un valle de colinas y lago,
y fui forastero esa noche. Sus senos, sus dos ceñidos senos
me abrigaron,
enjuagaron mi llanto y pena, y ofreció sus cabellos
y su más sagrada perla.
Desnuda ante mí, ante Dios, ante la noche,
yo la tuve,
y la supe querer, como ningún otro,
y mordió mis labios para no gritar,
y besé su lánguido cuello y en un gemido nos entregamos
¡desnudos!
desde la tierra, tocando con manos impías
el puro cielo.