Castillos en el aire.
Fortalezas que nos tapan las vergüenzas.
Mi defecto soy yo mismo,
no oses señalarlo con el dedo
porque ese dedo corre peligro.
Soy un árbol que ha crecido
sobre el error de los vientos
y el escaso sostén de sus raíces.
Me he hecho hojas sobre tronco
venciendo la gravedad y el rigor
del meteoro, soy el que ves,
defendiendo mi castillo, mi parcela,
mi trozo de suelo, de donde tengo
a bien nutrirme, en respeto con el otro,
que está cerca y necesita como yo
de la nutricia tierra, de un cielo
que por ser de nadie es de todos.
No oses señalar mi flaqueza —llámalo
defecto, desacierto de la genética,
escarnio proteínico...—, mejor acúnala,
protégela, compréndela, porque si tienes
esa deferencia para conmigo recibirás
el agasajo del amor que me consiste,
de mi abrazo, de mi calor, tributo merecido
ante el vituperio que suele circunvalar
la acusación social, la contemplación
de un defecto que se presta al desahogo
del débil, al bullying callejero —no me gustan
los términos aglosajones en mis escritos
pero no me atrevo a castellanizarlo; mejor
sí, me voy a atrever, bulin— y tantas miserias
que puntean de negro nuestra grandeza.
Para cerrar decir, y recordar, que si me ves
un error, sea de la dimensión que fuere,
compréndeme, porque si te caigo bien debes
agradecerlo, ya que lo que soy se ha construído
sobre él —si no lo tuviera y fuera como crees que
es correcto a lo mejor el producto que se deriva
de ello no te caería tan bien como este que te
escribe—.
De todas maneras prefiero siempre una mala crítica
que un buen alabo, porque la primera me aporta,
la segunda solo me impulsa a agradeceros vuestras
palabras, que no es poco pero para mí menos.