Se nos despidió Él
como había vivido.
No se nos dijo que fuera terminal,
pero así fue.
Una mañana Él se sintió mal,
se apoyó en la cama, se tendió
y me llamó para que posara la mano
sobre su vientre, un vientre marcado
de cicatriz por una operación de apendicitis,
cuando empezaba a ser joven.
Me decía que advirtiera cómo de punzante
era el latido, pareciera que el corazón
se le bajó para desdoblarse y así atender
con sucursales a las necesidades de sangre.
Se vistió y lo llevamos a Urgencias, y allí
terminó sus días, solo sesenta y seis.
Se decidió la intervención como única
escapatoria ante el desvase que se avecinaba.
Tras unas cuarenta y ocho horas de cuidados
intensivos se decretó que era la hora de la sentencia.
Nos estuvo enmascarando su miedo con la defensa
de la chanza, de la broma y la ocurrencia, tan típica
en Él. Llegó la hora, de mañana, creo que fue un día
catorce y la operación a vida o muerte —la tensión
en la sala de espera se cortaba con un bisturí— lanzó
al aire la moneda y salió cruz.
Recuerdo cómo venía por el pasillo empujado
por el personal quirúrgico, con una alegría fingida
que pretendía insuflarnos de un ánimo que apenas
ocultarse tras la puerta del ascensor se esfumó
como unas chocolatinas a la puerta de un colegio.
Le hicimos un pasillo tal si fuera un triunfador olímpico
y nos respondió con las palmadas del que agradece
el agasajo, aunque la procesión por dentro cumplía
su viacrucis.
Han pasado más de veintidós años, y yo aquí, viviendo
en el que nombraba a boca llena como su \"Palacio\",
y recordándolo, y recordándome con ÉL.