La lluvia nos aplasta contra el suelo, nos oprime inmisericorde
calando los huesos hasta el tuétano mismo de cada cartílago, poro, vereda
y roca que nos rodea. La lluvia cae tan fina que se clava como alfileres vertebrados,
hincándose en cada una de las telas abullonadamente acolchadas
que conforman la espalda de las marionetas usadas por unos hilos de lana silente,
callada, que acoge con resignación su suerte.
La lluvia pesa, y el barro de los zapatos, y el lado azul añil del pecho
que marca un ritmo estrepitoso, sobrepasado por el fluvial cauce desbordado
del esfuerzo, que también pesa. Pesa el aire denso, y el plomo de las nubes,
y el verde óxido fúngico de la hoja estéril de la jacaranda.
Pesa la atmósfera humedecida, el pelo al destilar el sabor dulce pegajoso
del fresco petricor regenerativo.
Duele el regusto herrumbroso del flujo sangrante en la traquea,
que adolece de la falta de humedad arrebatada por el sudor de la piel en el camino.
Duele fuera, duele dentro, arriba, detrás y en cada lado de cada vértice
de cada ángulo y espacio duele. Duele abrir los ojos, extender la mirada,
reconocer que ya ni la lluvia basta, que no es suficiente para asolar
la frialdad amarilla glacial del punto sumisamente ataráxico
en el que nos hemos convertido. No basta para alimentar el campo yermo en barbecho
y empezar a construir una linde nueva, una acequia nueva, un tajo nuevo.
No basta. Duele dentro.
El eucalipto, que es testigo y sabe, nos mira con deje sanador y canas de sabio
abriendo sus brazos para darnos cobijo. Se retuerce, moldea a golpes de quejidos mudos
y nos alberga engulléndonos entre la resina ocre y amarga de un tallo
que platea sus ramas. Nos adentra en su olor a briznas de menta,
y entre inhalación reparadora y vigorosa nos enfrenta,
y nos vemos de nuevo, nos miramos con ojos viejos y vencidos.
Nos reconocemos. Volvemos a vernos después de un largo
e inhóspito viaje temporal frenético.
Nos identificamos en la esencia, en el ser, en lo experimentado,
lo vivido, lo añorado, lo recorrido y confiado. Somos, estamos, fuimos.
Seguimos siendo. Lo grita el viento entre los dedos del árbol que nos abraza.
La lluvia lo vierte, lo empapa, lo escancia. Somos.
Lo gritan los surcos de las eras de una tierra sola, abandonada, baldía;
tan de vuelta ya de juramentos que hace tiempo que dejó de prometerse
y sólo juega con lo empírico, lo racional, lo tangible,
que es en lo que ha basado lo eterno. Nada queda ya de misterios de fe
ni de manás entre los pechos de su grava.
La tierra, agnóstica, pide evidencias de lo que queda.
Si aún somos, que lo demuestre el tiempo.
El trémulo eucalipto, absorbiendo el aroma de la trascendencia
entre el bálsamo derramado hasta las raíces, le brinda las respuestas.