Tenía cabeza de becerro,
nunca vislumbrado
era el que lo sabía, lo veía todo;
quizás era todo,
era la estrella que se precipitó en los confines de los mares,
el sol de la mañana
hambriento de doncellas.
Temor de perecer como en segunda muerte.
Nunca imaginó ser de fuerza inmensurable,
lobo o solsticio.
Existió en el centro de los tiempos,
en el corazón de no ser.
Aprendió de las civilizaciones la cordura,
seguía en pie, a pesar de ser insólito;
era la necesidad, la compañía débil.
Se aferró imaginario en los temores,
creó a quienes lo crearon para crearse y crearlo.