Nos dijeron que antes, cuando la madrugada era verdad,
se escuchaba en el patio el rumor que dejaba el azúcar
cuando subía a las naranjas.
—El mago y real Gabo—
Todo es ruido.
Ruido en la calle,
en el interior de las casas,
a la lumbre de las radios antiguas
y los decrépitos televisores
que tronan tonterías.
Los árboles de la ciudad
claman en silencio, la prisa
se cierne sobre sus voces
como velo de Maya.
El reloj se pronuncia
sobre el orbe de nuestras cabezas,
el incesante tictac en el centro
de la muñeca nos insufla cual pila
la energía del robot, mirar siempre
de frente, con orejeras de caballo
que en la plaza asesta sobre el toro
punzadas de muerte y desaliño.
Pongo, al pasar como río que arrastra,
el oído y su oreja sobre la fusta
endeble de un naranjo, y escucho.
Escucho, decía, el ascenso de la savia
rica en nutrientes y nitrógenados
para que sean sazonados en la cocina
del ático, colchón de hojas y laurel.
Escribo sobre mi vademécum esa sabia
advertencia de la tierra, el brotar
incesante de un néctar al margen
de cualquiera de las escuchas.
El ruido de fuera nos ensordece,
no es nuestro sonido, es el del frankenstein
que hemos dado a nacer para catafalco
de nuestra estirpe.
Oigamos el crujir de nuestra amígdala,
cómo suena el hambre en los intersticios
cuando proclama su venganza.
Aprendamos ese lenguaje, ese es
el que nos falta...