Hay una acequia que inunda
el verde aroma de la tarde,
unas manos que labran
el surco que se refleja,
un perro lana de armiño,
un nogal —melena al aire—,
y la piedra.
Piedra sobre piedra que
ha visto desfilar recias legiones,
manchar su cara de sangre,
absorber la negra pólvora,
ocultarse sin decoro
durante los meses invernales.
La tierra se abre
y ofrece
sus dones cada estación,
en los estantes del súper
alguien se aferra
en reponer
kilómetros de patatas
y las campanas
resuenan junto a la piedra;
sólo una pareja cruza
bajo el dintel de azucena
con su cámara en el pecho
—mapa abierto entre las manos—.
Las calabazas extienden
tentáculos verde esperanza,
los obreros arañan raudos
un centímetro, otro.
Tienen los cascos puestos,
será cruenta la batalla.
¿Cuántos niños quedarán
sin manchar de barro
sus labios?
Por fortuna queda el río
que sin que nadie lo sepa
nos trae
desde la alta montaña
ilusionantes alforjas
a lomos de blanca
espuma.