En su barril.
Parece que el día se ofrece algo oscuro, el sol no obedece todavía a su aurora,
las llamadas de esta a la labor no parecen romper la sordera, las murallas
que el sueño fue tejiendo poco a poco desde que cruzara las puertas de lo
incierto, allá por las primeras horas del crepúsculo vespertino.
Mi espalda está hecha a la austeridad, mi estómago a la ausencia,
y mis ojos a la desesperanza, salgo ahora de este cilíndro leñoso que me tapa
el astro rey y me adentro en la ciudad, por algo que llevarme a la boca y por
caricias en forma de palabras que me conforten la sangre.
Me llevo el candil en las manos porque la luz no parece todavía poblar el aire,
mi pecho cárdeno y plata, ahíto, atezado de intemperie, se ofrece al meteoro
como acostumbrado, la lluvia —cuando por estos secos lares tiene a bien
dejarse caer— me penetra por las rendijas que deja mi capacidad de sorpresa.
Dicen en los mentideros de la plaza que busco un hombre por las noches, que
con arrogancia y atrevimiento aparté al mismísimo Alejandro del itinerario
vital de un punto luminoso que allí a lo alto se alza, dando aliento.
Dicen, y me achacan con escarnio, que soy como cualquier perro callejero,
dicen que atiendo a mis necesidades como si la decencia fuese un capricho
de los dioses, como si el comedimiento fuese un obstáculo a la esencia
más íntima... —¿qué puedo hacer si me asaltan los pruritos más elementales,
qué hago señores del alma?
Pues nada, resumiendo, como decía al principio de este fútil saludo, tengo
que levantarme de este lígnico lecho, carcomido por el ojo invisible del que pasa,
que niega la fajina que resta al aventar sus eras, la hojarasca del último otoño...