En una cálida tarde de verano, con un libro de poesía en la mano, me acomodo sobre la pálida hierba de un pequeño parque de la ciudad. Junto a un rosal que se llenó de espinas, porque olvidó dibujar sus rosas.
Abro el libro y el poeta envuelve mis sentidos, con sus palabras y sus intensos silencios, logrando que la poesía insufle mi esencia y haga brotar destellos de eternidad en los extremos de mi existencia.
Y aunque sé que jamás lograremos entender lo que dice el poeta, trato de acceder a su reluctante voz, encontrar en ella el hilo conductor, desenrollar en una lectura la madeja. En suma, entrar a los aposentos de la poesía.
Y siempre acabo preguntándome, una y otra vez: ¿Cómo escribir palabras tan sentidas como aquellas, y alcanzar a penetrar aquella voz luctuosa, sin tener que hundirme en los abismos de los que jamás pudo salir el poeta?
Esta tarde, frente a las hojas mustias de un rosedal, estoy leyendo a Miguel Hernández, y mientras recuerdo a mi padre muerto, la cálida voz de Serrat toca mi memoria, embriagado en el dolor de la elegía a Ramón Sijé. Es cuando el poeta me recuerda que no se puede hacer poesía, sin antes no haber sufrido de humanidad.