Carlos Rojas Sifuentes

Un atisbo de humanidad

En una cálida tarde de verano, con un libro de poesía en la mano, me acomodo sobre la pálida hierba de un pequeño parque de la ciudad. Junto a un rosal que se llenó de espinas, porque olvidó dibujar sus rosas.

Abro el libro y el poeta envuelve mis sentidos, con sus palabras y sus intensos silencios, logrando que la poesía insufle mi esencia y haga brotar destellos de eternidad en los extremos de mi existencia.

Y aunque sé que jamás lograremos entender lo que dice el poeta, trato de acceder a su reluctante voz, encontrar en ella el hilo conductor, desenrollar en una lectura la madeja. En suma, entrar a los aposentos de la poesía.

Y siempre acabo preguntándome, una y otra vez: ¿Cómo escribir palabras tan sentidas como aquellas, y alcanzar a penetrar aquella voz luctuosa, sin tener que hundirme en los abismos de los que jamás pudo salir el poeta?

Esta tarde, frente a las hojas mustias de un rosedal, estoy leyendo a Miguel Hernández, y mientras recuerdo a mi padre muerto, la cálida voz de Serrat toca mi memoria, embriagado en el dolor de la elegía a Ramón Sijé. Es cuando el poeta me recuerda que no se puede hacer poesía, sin antes no haber sufrido de humanidad.