No lo leas ahora.
Yago inerte, blanca,
tocada de encaje el sudario,
sus manos sobre el rosario
adelantaban mi cuello,
lo ponía sobre el pecho.
Zenobia también llorando,
el busto pendiente de hacerlo,
Juan Ramón incrédulo, levitando
en su perplejidad, preguntas
sobre la causa de todo esto
que quedan en el aire, en suspenso.
Tan joven era, y me doy temprana
muerte, mis manos sin barro
que moldear ni que cocer,
huérfanas de ideario, de sangre
enamorada que se vierte azul
sobre las chorreras de lo eterno.
Te llevaré a mi tumba Juan Ramón,
por de los tiempos lo eterno,
mi corazón no muere, el amor
vierte sobre sus aurículas y sus pecios
toda la salsa de un tictac certero,
toda la rabia de un vello erizado
que no vio en su corazón espejo,
de sus poemas quedé prendida
y de seguido de su alma, de su seso.
Mi testamento te dejo, querido.
Como no dispongo de caudales espesos
solo en conserva te encomiendo
las sales de mi memoria, recuerdo
tácito de mi sentimiento, padecimiento
constante al calor y lumbre de tus versos.
Perdón Zenobia por todo esto,
que me penetró de súbito sin quererlo.
Espero y deseo que el busto
que de ti es efigie sea justiprecio
a tus lamentaciones y desencuentros.
Gracias por concederme Juan Ramón
lo que hacia San Pedro me llevo...