Denuncio la miseria humana.
Me dicen el Courbet valenciano y no soportaban mis ideas,
admiraban mi técnica pero no era del gusto convencional
de la burguesía, no era como Sorolla.
Preferí trascender, mirar hacia abajo, a las capas desfavorecidas,
a las niñas que sometidas a un crucifijo sexual de explotación
y mercantilismo debían enrollar bajo su vergüenza una humillación.
Su crédito como ser humano debía guardar cola de espera ante
la dictadura de la necesidad y el lucro.
Me decidí a denunciar al más defenestrado en esta sociedad —a la más,
para ser más exacto con la frecuencia—, no como Sorolla, que pertenecía
al establishment y vivía de él.
El señor con bigote espera a que la niña ceda al peso del numerario.
—Me tacharon hasta el garabato por inmoral, por señalar a la explotadora
y al cliente, de una crueldad inhumana, indecente—.
La niña llora de negación, mira hacia dentro, hacia un mundo interior
que premia el irenismo, la decencia, al que quiere huir pero no puede.
Llora el sometimiento injusto, lacerante, por otra mujer...
Mientras espera el hombre celebra, se pone a tono, se relaja, una copa
de licor para animarse, el puro humeando miseria y abyección.
Siempre fui admirando y negado en las mismas proporciones.
Sorolla pintó escenas del pueblo, sí, pero nunca —como sí yo— señalé
a los culpables —al verdugo y al que le entrega su hacha— de que este
mundo no fuera el mejor de los mundos —como querría Leibniz y le afeó
en su Cándido Voltaire—.
La niña llora, rechaza, pero sabe que le tocará hacer, irremisiblemente,
de tripas corazón y soportar el asco acariciando la tersura de su piel.
El mundo era así en mis tiempos, antes, y a buen seguro después.