Donde hubiera caracolas
enterradas bajo sepulcros
o esa nieve que ausculta
los beneficios del hambre
aquella locura bendita y santa
de llamarte por tu nombre
de radiografiar el instante de las rosas.
Donde hubiera terraplenes desidiosos,
conquistados en base a precipicios onerosos,
de fórmulas abyectas y carpetas llenas
de números todavía más despreciables.
Y la tormenta que cae con especial sordidez
sobre los montes aledaños, catapultando,
a la mesa, cáscaras y huesos
de aceitunas y sus vientres.
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