Se imprimían sus formas, en mis sábanas blancas,
y su aliento nardino, perfumaba mis versos;
y fulgían sus ojos con un rayo travieso,
cuyos halos violeta, penetraban el alma.
Con su voz melodiosa de la estancia manaba,
la divina armonía que tenía su acento;
y escuchando su risa, me quedaba en el lecho,
navegando en las nubes de sus mágicas gracias.
Es por eso que ahora mi memoria palpita
con la luz de su cuerpo, fascinante y sensual;
que me dio los momentos que me hicieron feliz,
y en las tardes serenas, que desgajan las brisas,
su recuerdo me llena, de la dicha sin par,
del haber disfrutado su pasión tan febril.
Autor: Aníbal Rodríguez.